Ayer por la tarde, cuando
volvía a casa en el metro, tuve que soportar una interminable conversación
entre dos jovencitas que hablaban de su vida íntima (lo llamaban, yo diría que
erróneamente, «amorosa») con el mismo volumen con el que se
corean las canciones en un concierto cuando el cantante ofrece el micrófono al
público. Una de ellas decía tener una vida «amorosa» muy complicada porque estaba saliendo (un
día hablaremos de la polisemia de este verbo) a la vez con tres chicos y no
sabía a qué «árbol» arrimarse. «La
discreción ha muerto», me dije para mis
adentros más íntimos.
Esa misma mañana, varias noticias de
esas que llaman virales me rodeaban revoloteando a mi alrededor como esas
sombras negras que atacan a Harry Potter en una de las películas, como
intentando sorber mi alma. Noticias llamativas, sorprendentes, morbosas,
escandalosas, indignantes, redactadas para lograr con un ligera pasada visual
por el titular centenares de clics hocicando en su pestilente contenido. Una
lectura reposada, pausada, con el cerebro despierto y atento, desnuda la
noticia de su podre hojarasca y permite (a quien tiene tiempo, ganas y
capacidad de hacerlo) descubrir que no hay, tras toda esa palabrería, más que
maldad, mentira, tergiversación, infundio, indocumentación y una ausencia total
de profesionalidad. «La veracidad está enferma»,
me dije para mis adentros más íntimos.
Llegada la noche, los informativos
televisivos me arrojan una visión curiosa de la realidad: todo te cuentan que
han ocurrido las mismas cosas, o al menos que las cosas han ocurrido en los
mismos lugares, pero las noticias se parece lo mismo que un jarrón de la
dinastía Ming y una reproducción en tres dimensiones de una secuencia de ADN. Y
a continuación, oh sorpresa, llega la información deportiva y nos cuenta la
noticia, ampliamente documentada mediante los twitter de sus protagonistas, de
que a Nosecuántos Tatuádez no le gusta el nuevo peinado de Masalláleison
Milloneiriz porque ofende a la afición. Y se monta un amplio debate sobre la
cuestión, encuesta en la calle incluida. «La
objetividad y el interés han sido secuestrados», me digo para mis adentros más íntimos.
En fin, no quería yo
llegar a esto, ni quería hablar hoy de la profesión, pero entre unas cosas y
otras… Cierto que el primer ejemplo no es directamente periodístico, pero sí
relacionable: cada vez es más frecuente ver, oír, sentir la falta de
discreción, de pudor, en todo tipo de actuaciones (y por ende, también en
periodismo). Quizá haya quien entienda la falta de discreción como la libertad
para hablar con naturalidad de todos los temas, pero si uno no es capaz de
darse cuenta de que no se puede hablar de todos los temas en todos los lugares
al mismo volumen y con el mismo desparpajo, no seré yo quien se lo haga ver. Yo
no hablaría de temas que me importan, me interesan, me afectan en mi intimidad
y a la vez me desnudan, no hablaría de ellos, repito, a grito pelado en un
vagón de metro repleto de gente... ¿Soy yo el raro? Puede…
En realidad no voy a
hablar de periodismo o de prensa, el mejor oficio del mundo (García Márquez), la artillería de la
libertad (Hans Dietrich Genscher),
una tienda de palabras (Balzac), un archivo de bagatelas (Voltaire) o un negocio poco preocupado por la verdad (Kapuściński). No, voy a hablar de
discreción. O de la falta de ella. Como las niñas promiscuas del Metro.
Si uno es discreto, no cae en la
jactancia y la vanagloria, no presume ni se engríe, no importuna ni molesta, no
pretende llamar la atención ni busca el primer puesto… ¿Las demás virtudes,
como dice don Paco Tocino, dejan de
serlo si no son discretas? Preguntemos a las virtudes directamente:
¿Es la prudencia una virtud si no
es discreta? Mira si soy prudente que hasta guardo una tercera llave de casa
escondida en este saliente, por si pierdo las otras dos llaves y no puedo
entrar en casa… Y por su falta de discreción, se encontró un día la puerta
abierta y el doble fondo del costurero donde guardaba las joyas rajado y vacío…
¿Es la fortaleza una virtud si no
es discreta? ¿No estará el fuerte, al hacer alarde de su fuerza, mostrando a su
rival su debilidad?
¿Es la justicia una virtud si no
es discreta? Si el justo practica la equidad y se jacta y vanagloria de ello,
¿no está, con eso, separándose de sus iguales, marcando distancias y generando
desequilibrios?
¿Es la templanza una virtud si no
es discreta? ¿No son por naturaleza la moderación, la sobriedad, la frugalidad,
la continencia, acciones discretas? Llamar la atención sobre lo mucho y bien
que uno contiene sus propias pasiones es tan erróneo como suponer que nadie es
capaz de contenerse: una estupidez.
Parece que sí, que Sir Francis tiene razón y la discreción
es requisito de la virtud. Y vale casi para todo, no sólo para las virtudes
cardinales. La discreción es también requisito para el ejercicio de muchas
profesiones.. Un periodista indiscreto, por ejemplo, dejaría pronto de
encontrar fuentes fiables que le facilitaran información. Pero pensemos en lo
incómodo, perjudicial (para los demás y para sí mismo) y antiprofesional que
puede ser un médico indiscreto, un maestro indiscreto, un psicólogo indiscreto,
un agente de bolsa indiscreto…
Seamos, pues, discretos y
habremos avanzado en nuestra profesión y en nuestra práctica de la virtud.
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