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Un pensamiento de santa Teresa de Jesús



La primera, y la más evidente, que éramos varios (somos muchos) quienes, de una forma o de otra teníamos (tenemos) un recuerdo personal y único de Juan Pablo II. Como mínimo, le hemos visto con nuestros propios ojos, sin intermediación de los medios de comunicación, más o menos cerca, según hayamos tenido la posibilidad de participar en las celebraciones y jornadas que ha protagonizado en España y en el resto del mundo. Yo, al menos, en Madrid en el 82, en Santiago en el 89 y de nuevo en Madrid en el 93, momento en el que está hecha la foto (durante la consagración de la Catedral de la Almudena). Cada uno tendrá su historia que contar en relación con el papa Juan Pablo II… También tengo una foto en la que aparezco, en medio de un grupo, con Benedicto XVI, entonces cardenal Ratzinger

Pero se pueden deducir más cosas: una, que los medios de comunicación y transporte han hecho más fácil, y continúan haciéndolo, hacerse presente, ser testigo directo, en vivo e in situ, de infinidad de acontecimientos. Otra, que los Papas son cada vez más accesibles, y debemos remontarnos para afirmar esto mucho más atrás: a Juan XXIII como mínimo (o incluso al primer Papa que emitió un mensaje radiofónico). 

Y hay más. Podemos deducir muchas características de la santidad ateniéndonos a los testimonios biográficos de estos dos papas y de todos los santos que queramos, y podemos darnos cuenta de que hay santos para todos. Y que no a todos les gustan todos los santos. No hay más que leer los comentarios que están apareciendo, por ejemplo, en medios digitales. Que si gordo, que si estricto, que si…


¡Santa Patrona!, ¿con esas nos viene, Teresa? ¡Pero bueno!

Pues claro. Ser santo y ser amargado no es muy compatible, como bien dice la santa de los pucheros, los carromatos, los escritos y los poemas. 

Un santo no es una persona perfecta, idealizada, que reúne en su vida el cien por cien de las perfecciones. Una persona así no existe, no hubiera podido existir. Porque la vida requiere elecciones, y las elecciones son siempre imperfectas, y porque para vivir, para aprender a vivir, hay que equivocarse y errar, hay que tropezar, caerse y levantarse, hay que andar y desandar lo andado, hay que subir y bajar… Y una persona perfecta no hace eso. No hace nada. No existe.

Somos nosotros quienes hacemos o pretendemos hacer perfectos a aquellos que, por sus especiales cualidades y su singular vida (todas las vidas son singulares si nos lo proponemos), tomamos como modelos de vida, que eso son los santos. Claro que ha habido santos que se han equivocado, que han tenido que recular, que han caído y que han omitido cosas. Son santos, no dioses ni superhéroes (y menudos especímenes, tanto los primeros como los segundos…). Somos nosotros quienes nos atrevemos a erigirnos en jueces de la santidad y a señalar defectos, errores, omisiones, faltas y pecados. Como si no existiera nada más. Como si no existiera el perdón. Poniéndonos casi en el papel de Dios. Osados…

En vez de culpar y criticar, deberíamos fijarnos mejor en qué tienen los santos que los hace santos, qué cualidades son las que les hace santos… Su fe, su amor, su esperanza, el modo en que vivieron las virtudes, el modo en que acogieron y afrontaron el sufrimiento, su entrega a los demás, su cercanía, su capacidad para resolver el mal en bien, su humildad… Y su humor. Su sentido del humor, derivado de una fe alegre y esperanzada, como no puede ser de otro modo, que les proporcionaba una mirada tierna y positiva sobre las cosas y una consiguiente tendencia a desdramatizarlas y a ponerlas en manos de Dios con una sonrisa.

Como hacía Teresa. O Francisco. Como hizo Juan XXIII, el Papa Bueno, que llamaban. Como hizo también Juan Pablo II (quién no lo ha visto sonreír). Nos gusten o no (a mí me encantan), son santos. De los de verdad, de los que tienen amargura, santos de los que Teresa nos recomienda que nos alejemos. (¿No será que la amargura se la proyectamos nosotros?).

A partir del domingo, y termino casi como empecé, el salón de mi casa estará adornado por una reliquia muy especial: la foto que yo le hice a Juan Pablo II en la Almudena.

 

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