Leí el otro día en Facebook un comentario de una amiga
mía, encantada de que iba a tener, desde el domingo 27, una foto dándole la
mano a un santo. O una foto en la que un santo le daba la mano a ella, tanto
monta… Yo mismo tengo en el salón de mi casa, ya lo comenté en este blog en su
momento, una foto de Juan Pablo II
hecha por mí (con la cámara de mi hermano, ¿convertirá este detalle la cámara
en una reliquia?, toma nota, hermano, por si acaso…). Al hilo del comentario de
mi amiga, enseguida Facebook comenzó
a caldearse con comentarios más o menos divertidos, bromistas para quien los
entendía y lacerantes para los ajenos. Pero de muchos de esos comentarios se
podían deducir varias cosas.
La primera, y la más
evidente, que éramos varios (somos muchos) quienes, de una forma o de otra
teníamos (tenemos) un recuerdo personal y único de Juan Pablo II. Como mínimo, le hemos visto con nuestros propios
ojos, sin intermediación de los medios de comunicación, más o menos cerca,
según hayamos tenido la posibilidad de participar en las celebraciones y
jornadas que ha protagonizado en España y en el resto del mundo. Yo, al menos,
en Madrid en el 82, en Santiago en el 89 y de nuevo en Madrid en el 93, momento en el que está
hecha la foto (durante la consagración de la Catedral de la Almudena). Cada uno tendrá su historia que contar en
relación con el papa Juan Pablo II…
También tengo una foto en la que aparezco, en medio de un grupo, con Benedicto XVI, entonces cardenal Ratzinger…
Pero se pueden deducir más
cosas: una, que los medios de comunicación y transporte han hecho más fácil, y
continúan haciéndolo, hacerse presente, ser testigo directo, en vivo e in situ,
de infinidad de acontecimientos. Otra, que los Papas son cada vez más
accesibles, y debemos remontarnos para afirmar esto mucho más atrás: a Juan XXIII como mínimo (o incluso al
primer Papa que emitió un mensaje radiofónico).
Y hay más. Podemos deducir
muchas características de la santidad ateniéndonos a los testimonios
biográficos de estos dos papas y de todos los santos que queramos, y podemos
darnos cuenta de que hay santos para todos. Y que no a todos les gustan todos
los santos. No hay más que leer los comentarios que están apareciendo, por
ejemplo, en medios digitales. Que si gordo, que si estricto, que si…
¡Santa Patrona!, ¿con esas nos
viene, Teresa? ¡Pero bueno!
Pues claro. Ser santo y ser
amargado no es muy compatible, como bien dice la santa de los pucheros, los carromatos,
los escritos y los poemas.
Un santo no es una persona
perfecta, idealizada, que reúne en su vida el cien por cien de las
perfecciones. Una persona así no existe, no hubiera podido existir. Porque la
vida requiere elecciones, y las elecciones son siempre imperfectas, y porque
para vivir, para aprender a vivir, hay que equivocarse y errar, hay que
tropezar, caerse y levantarse, hay que andar y desandar lo andado, hay que
subir y bajar… Y una persona perfecta no hace eso. No hace nada. No existe.
Somos nosotros quienes hacemos o
pretendemos hacer perfectos a aquellos que, por sus especiales cualidades y su
singular vida (todas las vidas son singulares si nos lo proponemos), tomamos
como modelos de vida, que eso son los santos. Claro que ha habido santos que se
han equivocado, que han tenido que recular, que han caído y que han omitido
cosas. Son santos, no dioses ni superhéroes (y menudos especímenes, tanto los
primeros como los segundos…). Somos nosotros quienes nos atrevemos a erigirnos
en jueces de la santidad y a señalar defectos, errores, omisiones, faltas y
pecados. Como si no existiera nada más. Como si no existiera el perdón.
Poniéndonos casi en el papel de Dios. Osados…
En vez de culpar y criticar,
deberíamos fijarnos mejor en qué tienen los santos que los hace santos, qué cualidades
son las que les hace santos… Su fe, su amor, su esperanza, el modo en que
vivieron las virtudes, el modo en que acogieron y afrontaron el sufrimiento, su
entrega a los demás, su cercanía, su capacidad para resolver el mal en bien, su
humildad… Y su humor. Su sentido del humor, derivado de una fe alegre y
esperanzada, como no puede ser de otro modo, que les proporcionaba una mirada
tierna y positiva sobre las cosas y una consiguiente tendencia a
desdramatizarlas y a ponerlas en manos de Dios con una sonrisa.
Como hacía Teresa. O Francisco. Como
hizo Juan XXIII, el Papa Bueno, que llamaban. Como hizo
también Juan Pablo II (quién no lo
ha visto sonreír). Nos gusten o no (a mí me encantan), son santos. De los de
verdad, de los que tienen amargura, santos de los que Teresa nos recomienda que nos alejemos. (¿No será que la amargura
se la proyectamos nosotros?).
A partir del domingo, y termino
casi como empecé, el salón de mi casa estará adornado por una reliquia muy especial:
la foto que yo le hice a Juan Pablo II
en la Almudena.
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