Tras el martes 13 viene normalmente el miércoles 14. Y así como el martes 13 viene cargado de todo tipo de indicaciones y contraindicaciones, de instrucciones, rumores, tradiciones, temores, supersticiones, y demás zarandajas, el miércoles 14 es un día sencillo, anodino casi, de esos días que pasan inadvertidos. Y son precisamente los días, las cosas sencillas, esas de las que nunca nos damos cuenta, de las que vamos a hablar hoy, merced a la agenda San Pablo, gloria y honor a su artífice, y a un escritor y académico francés de esos que usa indistintamente su nombre de pila y su título aristocrático.
«Pasa con la felicidad como con los relojes, que los menos complicados son los que menos se estropean» (Sébastien Roch).
La felicidad, esa quimera inalcanzable, esa sublime meta horizontal (de horizonte, no tanto –¿o también?– porque está tumbada o se alcanza más fácilmente en esa posición…, ejem, modérate, que hay niños), la felicidad, digo, es y debe ser sencilla; poco complicada, dice el amigo Roch. Como los relojes.
Como el reloj de sol. Que con clavar un palito en el suelo y esperar a que le dé la luz del sol ya sabemos qué hora es. Así de sencillo. ¿Se tratará de clavar palitos para ser feliz? ¿O de querer saber y determinar qué hora es de la manera más sencilla posible? Lo dudo, porque me consta que en ocasiones los momentos más felices transcurren (palito arriba, palito abajo) cuando no sabes en qué momento del día (o de la noche) te encuentras.
Como el reloj de arena. Que con tener dos bolas de cristal comunicadas entre sí por un tubito y hacer pasar la arena de una bola a otra, sabes contar cuánto tiempo pasa. ¿Se tratará, para ser feliz, de usar alternativamente todas las cosas iguales o similares que poseemos? No sé si eso es siempre posible. Y no sé tampoco si es necesario andar contando siempre cuánto tiempo pasa. A veces, muchas veces, la felicidad transcurre en momentos cuya duración no conocemos: nos parece prolongada y resulta que han sido escasos minutos, o nos parece corta, y resulta que han sido, por ejemplo, dos horas y cuarto de peliculón. Vamos, que la felicidad no parece tener tiempo.
Como el reloj de agua, que es tan sencillo, tan sencillo, tan poco complicado, como su nombre: clepsidra (que viene, como todo el mundo sabe, de la manía enfermiza de ciertas personas de sustraer botellas de sidra de las bodegas ajenas; manía, por cierto, bastante complicada también). ¿Se trata de dejar correr el agua, o la vida, mientras se va contando cuánta agua, o vida, pasa? A veces sí, la felicidad transcurre cuando la vida fluye. Pero otras, muchas otras veces, la felicidad se da en ese mágico instante en que parece que la vida se detiene, y uno es feliz, se siente feliz, reflejado, por ejemplo, en unas pupilas cercanas. Y en momentos así, lo cierto es que lo que menos importa es cuánto tiempo pasa uno ahí reflejado.
No sé yo, pues, si entiendo muy bien a monsieur Roch. La felicidad es sencilla, o debe ser sencilla, o es más duradera cuanto más sencilla es, o se estropea menos cuanto menos complicado es su mecanismo. A ver, leamos otra vez la frase-cita: «Pasa con la felicidad como con los relojes, que los menos complicados son los que menos se estropean» (Sébastien Roch). ¡Anda!, pues es que Roch dice otra cosa. No es cuestión de relacionarla con el tiempo, sino con los mecanismos de obtención y/o control (de la felicidad). Vamos, que la felicidad que se obtiene por contagio, por ejemplo, con la risa de un niño cuando se lo está pasando genial y, por cierto, el tiempo no parece importarle lo más mínimo, dura más, o se estropea más difícilmente que la felicidad que se obtiene, también por contagio, con la solución de un complicado problema trigonométrico durante la cual, por cierto, tampoco nos ha importado demasiado el tiempo invertido.
Seamos pues, sencillos, más que yo con mis comentarios, por ejemplo, y obtendremos entonces una felicidad más duradera, o mejor, nuestra felicidad, cuando se manifieste, será más duradera, más fácilmente conservable, menos perecedera. Más pura.
«Pasa con la felicidad como con los relojes, que los menos complicados son los que menos se estropean» (Sébastien Roch).
La felicidad, esa quimera inalcanzable, esa sublime meta horizontal (de horizonte, no tanto –¿o también?– porque está tumbada o se alcanza más fácilmente en esa posición…, ejem, modérate, que hay niños), la felicidad, digo, es y debe ser sencilla; poco complicada, dice el amigo Roch. Como los relojes.
Como el reloj de sol. Que con clavar un palito en el suelo y esperar a que le dé la luz del sol ya sabemos qué hora es. Así de sencillo. ¿Se tratará de clavar palitos para ser feliz? ¿O de querer saber y determinar qué hora es de la manera más sencilla posible? Lo dudo, porque me consta que en ocasiones los momentos más felices transcurren (palito arriba, palito abajo) cuando no sabes en qué momento del día (o de la noche) te encuentras.
Como el reloj de arena. Que con tener dos bolas de cristal comunicadas entre sí por un tubito y hacer pasar la arena de una bola a otra, sabes contar cuánto tiempo pasa. ¿Se tratará, para ser feliz, de usar alternativamente todas las cosas iguales o similares que poseemos? No sé si eso es siempre posible. Y no sé tampoco si es necesario andar contando siempre cuánto tiempo pasa. A veces, muchas veces, la felicidad transcurre en momentos cuya duración no conocemos: nos parece prolongada y resulta que han sido escasos minutos, o nos parece corta, y resulta que han sido, por ejemplo, dos horas y cuarto de peliculón. Vamos, que la felicidad no parece tener tiempo.
Como el reloj de agua, que es tan sencillo, tan sencillo, tan poco complicado, como su nombre: clepsidra (que viene, como todo el mundo sabe, de la manía enfermiza de ciertas personas de sustraer botellas de sidra de las bodegas ajenas; manía, por cierto, bastante complicada también). ¿Se trata de dejar correr el agua, o la vida, mientras se va contando cuánta agua, o vida, pasa? A veces sí, la felicidad transcurre cuando la vida fluye. Pero otras, muchas otras veces, la felicidad se da en ese mágico instante en que parece que la vida se detiene, y uno es feliz, se siente feliz, reflejado, por ejemplo, en unas pupilas cercanas. Y en momentos así, lo cierto es que lo que menos importa es cuánto tiempo pasa uno ahí reflejado.
No sé yo, pues, si entiendo muy bien a monsieur Roch. La felicidad es sencilla, o debe ser sencilla, o es más duradera cuanto más sencilla es, o se estropea menos cuanto menos complicado es su mecanismo. A ver, leamos otra vez la frase-cita: «Pasa con la felicidad como con los relojes, que los menos complicados son los que menos se estropean» (Sébastien Roch). ¡Anda!, pues es que Roch dice otra cosa. No es cuestión de relacionarla con el tiempo, sino con los mecanismos de obtención y/o control (de la felicidad). Vamos, que la felicidad que se obtiene por contagio, por ejemplo, con la risa de un niño cuando se lo está pasando genial y, por cierto, el tiempo no parece importarle lo más mínimo, dura más, o se estropea más difícilmente que la felicidad que se obtiene, también por contagio, con la solución de un complicado problema trigonométrico durante la cual, por cierto, tampoco nos ha importado demasiado el tiempo invertido.
Seamos pues, sencillos, más que yo con mis comentarios, por ejemplo, y obtendremos entonces una felicidad más duradera, o mejor, nuestra felicidad, cuando se manifieste, será más duradera, más fácilmente conservable, menos perecedera. Más pura.
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