Todas las mañanas leo en el periódico mi horóscopo, no tanto por creencia o superstición como por curiosidad. Algún día (pocos) me sorprende con alguna afirmación contundente, como la de hoy: «Posibles problemas provocados por algún artefacto casero. Tendrá que plantearse la necesidad de cambios y si merece la pena continuar». Inmediatamente he pensado: «¡Dios mío, la lavadora!, como se me estropee, aviado estoy». Y en esas estaba cuando he llegado a la oficina, he apretado el botón de encendido del ordenador y mi vida ha comenzado a sufrir uno tras otro innumerables cambios: han desaparecido todos los iconos de mi escritorio, incluida la foto que preside mi pantalla, un bellísimo retrato de santa Audrey Hepburn en Historia de una monja, que ha sido infamemente sustituida por un vomitivo paisaje repleto de hierba verde salpicada de florecitas amarillas, con un aplastantemente cursi cielo azul repleto de insolentes nubecitas blancas. Los accesos a los programas han cambiado, han desaparecido todas las carpetas de información, tanto personal como laboral, e incluso mi archivo de pocoyos (tenía pocoyizado al coro y a media empresa, "gorgona" incluida) se ha volatilizado en la cibernada.
Es como si mi ordenador me hubiera olvidado. Y antes de cabrearme definitivamente (puñetazos sobre la mesa y gritos desaforados a la pantalla en la inmensidad de un departamento aún vacío de personal ya los he dado), creo que mejor será echarle un poco de filosofía a la vida:
«El olvido no es lo contrario de la memoria, sino uno de sus elementos. Forma parte de ella lo mismo que los espacios libres forman parte de la disposición arquitectónica, lo mismo que los silencios forman parte del habla» (José María Cabodevilla).
¡Cuánta razón, padre José María, veo en sus doctas palabras! El olvido, elemento de la memoria. Nunca había pensado en el olvido como el vano de un arco, el silencio en el habla, el hueco en un vagón de metro o un espacio interdental.
Para que quepan en mi memoria los nombres de las personas que voy conociendo en la vida, han de ir saliendo de ella, por ejemplo, nombres, apellidos, fechas de cumpleaños y números de teléfono de personas a las que hace ya más de veinte o veinticinco años que no trato. Para poder recordar lo importante, almacenamos lo accesorio en álbumes, diarios, cuadernos, cajas, armarios, altillos, alacenas, sótanos, buhardillas, etc., y nos deshacemos de lo superfluo. Pero reclamo mi derecho a ser yo quien decide sobre mis recuerdos y mis olvidos, sobre mis prioridades. No quiero que nadie entre en mi casa, en mi vida, a tirar lo que considera que debo olvidar y a clavar en la pared lo que debo recordar, para que lo vea todas las mañanas frente a la puerta del dormitorio.
Para que quepa en el ordenador todo lo que va a venir, Microsoft ha reconfigurado mi escritorio, comportándose, de alguna manera, como un redecorador de vidas de Ikea. La diferencia es que yo no he incorporado a nadie a mi vida (al menos hasta el punto de vaciar quince de los treinta metros cuadrados de mi casa para rellenarlos de nuevo), y nadie de Ikea se ha metido a montar muebles en mi recibidor, pero algún cibercastor ha estado royendo las entrañas de mi sistema de información.
Olvidaré que ha pasado, pues tengo que seguir trabajando.
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