Madrid está sucio. Quien no lo crea, que se dé un paseo por las calles cercanas a San Bernardo, a la altura de la iglesia de Montserrat. Son calles que bien podrían llamarse San Orinmenegildo, Pisserrat, Pisñones, La Mea, Meorte, San Pismas, Piscuerdo, Plaza de las Conmeadoras, San Piscente Ferrer o Caca Cruz de Granmeado… Y no es sólo pis, también están los cercos de no se sabe qué cosas, los restos de botellones abandonados por los amables visitantes del barrio, los desperdicios basuriles que se caen de los cubos cuando estos son lanzados con premura al camión, los objetos inservibles que los mismos vecinos del barrio abandonan allí donde pueden, los kilómetros cuadrados de guano reseco abandonado por las infectas ratas colombiformes, o los cercos que marcan foso y territorialidad alrededor de los contenedores de vidrio, papel y envases que el Ayuntamiento tuvo a bien situar cerca de nuestras casas, ya que hasta nosotros no llegan los camiones que recogen cubos amarillos. Además, todo esto que he mencionado huele, y mucho, sobre todo cuando aprieta la calor. Lo único que no huele son las pintaditas, pero son igualmente basura y síntoma de podredumbre, suciedad y abandono. Perdón por el comentario quejicoso, pero es que me acabo de enterar del presupuesto municipal para mantener limpio el Ayuntamiento y me he quedado como de estuco.
Yo en realidad quería comenzar con una sonrisa, agradecido por mi último fin de semana en grata compañía de amigos en dos preciosas ciudades no capitales de mi tierra castellana. ¡Qué maravilla de lugares son Medina del Campo y Medina de Rioseco! Quien tuvo retuvo, y ambas tuvieron y mucho. Qué espléndida exposición ha montado este año –siempre lo hace– la Fundación Las Edades del Hombre en ambas ciudades. Recomiendo encarecidamente visitar Passio, una exposición magnífica, muy bien montada, que me ha permitido reconciliarme o mejor, redescubrir el arte sacro contemporáneo. Un lujo. Y además la ciudad es amable –ambas lo son–, se come de maravilla y se duerme de cine.
He terminado ya la novela que me llevé al viaje. Una aglomeración de reyes, papas, cardenales, herejes, fechas y lugares en el crucial momento del nacimiento de la Reforma protestante. El libro se titula Cisma y está escrito por Jesús Bastante, periodista y amigo. Prometo comentar su obra más detenidamente.
Vamos ahora con la frase-cita:
«Las palabras van al corazón, cuando han salido del corazón» (Rabindranath Tagore).
Excelente escritor, poeta, pensador, al que quizá no hubiéramos conocido en la vida de no haber sido por la labor de JRJ. Un escritor, Tagore, que tiene frases mágicas que de tanto repetirlas han quedado sobadas y ya no reparamos en su belleza, como aquello que nos hablaba de las lágrimas y las estrellas, por ejemplo. Y en esa misma línea nos aparece esta frase-cita (envío de Proverbia.net de no recuerdo exactamente qué día de esta semana) que nos habla del corazón y de la palabra.
Y en principio parece que lo que nos dice el amigo Rabindra es una obviedad. Porque parece obvio que las palabras que salen del corazón van al corazón. Pero no es tan fácil. Revisemos qué palabras, o cuándo, salen del corazón (del emisor), y qué palabras, o cuándo, van al corazón (del receptor).
En un mundo en el que la mayoría de las veces no sabemos ni qué decimos, ya que pareciera que necesitáramos estar todo el tiempo hablando y oyendo (que no escuchando), muy pocas veces nos paramos a pensar de dónde salen las palabras que decimos.
Algunas de ellas salen del cerebro, de la razón, de la inteligencia o el cacumen. Son palabras que han atravesado el filtro del pensamiento y están sopesadas con virtudes de todo tipo, como la lógica, la prudencia, la utilidad, la veracidad, la razonabilidad, la oportunidad y la credibilidad, por ejemplo. ¿En qué porcentaje decimos cosas de esas? Me temo que es menor del que sería deseable.
Otras veces lo que decimos sale del hígado, del estómago, del páncreas o incluso del recto. Son expresiones llenas de encono y bilis, son palabras amarillas o verdosas, amarronadas, viscosas, espesas, babosas, sucias e informes. ¿Cuántas de esas decimos a lo largo del día?
Hay palabras –muchas también, me temo– que nacen de aire, no del que tenemos en los pulmones, sino del vacío, de la nada, de la hueridad, de esos espacios de nuestro cerebro por los que ha alcanzado a pasar la plancha (en algunas personas son extensos como la estepa siberiana).
Y luego están las palabras que salen del corazón. Que son pocas. Y que no siempre son buenas, amables o adecuadas. Un profundo «te odio», un sentido «qué asco», un inconscientemente sincero exabrupto, pueden salir también del corazón, tanto como un «guapa», un «te quiero» o un «no digas esas cosas que sufro cuando tú sufres».
Luego está el tema del receptor, claro. Porque un corazón receptivo escuchará palabras salidas del corazón. Pero no todos los corazones son receptivos a todas las palabras. Y sobre todo, porque un auténtico corazón receptivo no escucha sólo con el corazón, sino que sabe, además, filtrar esas palabras que escucha con cerebro e inteligencia.
Me gustaría seguir, porque me parece que esta frase-cita de don Rabindra tiene mucha miga, mucha sustancia, mucho que comentar. Pero tengo que dejarlo. Dejo la cuestión abierta a comentarios y debates entre amigos y seguidores, conocidos y desconocidos. Y a todos, de corazón os doy las gracias por aguantarme semana, sí semana también.
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