¡Ya está aquí! He venido anunciándolo más o menos (más bien menos) veladamente, pero por fin ha llegado. No puedo evitar mi satisfacción y mi alegría, mi orgullo y mi puntito de vergüenza por la osadía de meterme en semejante berenjenal. ¿Por qué digo esto? Por que Momentos de sabiduría, que así se llama mi chiquitín, es un libro de autoayuda, mejor dicho, de consejos de autoayuda. Surgen, pues, varias preguntas. ¿No soy yo quien se ha reído muchas veces de la autoayuda como género, no soy yo aquel a quien los consejos e historias de autoayuda le parecen enormes y valientes cursiladas y lugares comunes? Sí, soy yo. Y –sigo preguntando– ¿quién soy yo para dar lecciones y consejos a nadie? Consejos vendo y para mí no tengo, podrían decirme. ¿No soy yo quien se rebela airado cuando le dicen cualquier cosa que empiece con un «lo que tienes que hacer es...»? Sí, soy yo. Es decir, que sigo sin saber quién soy yo para andar dando consejos a nadie. Esto me hace sentirme humilde, avergonzado, abochornado casi, como pidiendo disculpas por meterme en terreno poco pertrechado para adentrarme en sus oscuros vericuetos.
¿Poco? Bueno, veamos, tampoco es que no conozca el terreno. Llevo muchos años leyendo, por motivos de trabajo, libros de género más o menos relacionado con la autoayuda. Incluso remontándome a mi infancia y mi adolescencia, dos de mis libros fetiche son o pueden ser relacionados con este género, uno desde el ámbito de la ficción (El Principito), otro desde el espacio literario del pensamiento moral positivo (Plenitud). También son muchas las Agendas que he preparado, por lo que he tenido que buscar por año (y adjudicárselas a cada día) 365 frases y pensamientos de contenido amable, positivo, enriquecedor. No es que esté convencido de que esto me dé carta blanca para lanzarme al mundo de la autoayuda, pero desde luego disipa dudas acerca de una posible carencia de idoneidad. En cualquier caso, a mí me sigue gustando más llamarlo «pensamiento moral positivo».
Otra cosa más. ¿No es, de alguna manera, cualquier texto un texto de autoayuda? Vale, el enunciado de un problema de astrofísica puede que no. Pero, ¿no puede ser leído como autoayuda casi cualquier historia, cualquier texto de la historia de la literatura? ¿No es cierto que la autoayuda pretende abrirnos la capacidad de extraer lecciones de lo que leemos, lecciones que nos ayuden a entender y desarrollar nuestra propia existencia. Así podemos leer a Tagore, a Saint-Exupery, a Samaniego, a Pascal, a Cervantes o a Shakespeare, pero también a Sartre, por ejemplo. Así hemos leído, leemos y escuchamos e interpretamos la Biblia o el Tao Te King, así entendemos la lectura de filósofos, novelistas, poetas, ensayistas y dramaturgos. ¿Qué es El Conde Lucanor sino una colección –tendré que volver a probar con él, aunque mi recuerdo de infancia es de un aburrimiento atroz– de consejos e historias para aprender a vivir?
Mayor osadía que poner mi libro en el mismo estante que todos los libros que he mencionado, incluir mi nombre en el catálogo de autores que he mencionado, no cabe. De ninguna manera. Por eso el chiquitín que he tenido (después de tener un libro, ya sólo me queda escribir un árbol y plantar un hijo), mis Momentos de sabiduría, son tan poquita cosa que no abultan nada de tamaño, tienen un precio irrisorio y un autor más pequeño e insignificante que cualquiera de los pensamientos y consejos que vienen en las páginas del libro. Realmente lo único grande que va a tener este libro son sus lectores, mucho más grandes e importantes que cualquier palabra, y desde luego mucho más grandes e importantes que el que las ha escrito y ordenado para que puedan ser leídas.
Hay, además, mucha gente detrás, que me ha pedido y encargado el libro desde la Editorial, que me ha leído, corregido, asesorado, ayudado, inspirado, animado –y también quien ha reído conmigo–, hasta presentar el producto final, así, tan mono, lleno de florecitas y arabescos, con ese tono marroncito de la portada, cálido, confortable, cercano, tranquilizador. Y con un índice que es una auténtica guía para no perderse y acabar leyendo el consejo equivocado («ríete», cuando lo que necesitas es llorar, o «no te cierres a la sensibilidad» cuando necesitas plantar cara a la animadversión más violenta).
En fin, que gracias a los que me han ayudado y gracias, de antemano, a todos los que lo vayan a leer. Y sed benevolentes, generosos y compasivos a la hora de comentar este libro. Que soy muy sensible.

Comentarios