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Un pensamiento de Heinrich Böll

Hola, corazones

Dos grandes sensaciones me han quedado después de mi viaje relámpago (menos de una vida para conocer semejante ciudad es muy poco tiempo) a Roma, la Ciudad Eterna (¡y por muchos años!). En primer lugar, lo que no me había sucedido con otras ciudades europeas que sin embargo me han parecido bellísimas (Londres, Amsterdam, Oporto, Colonia…), me sucedió en Roma casi desde que llegué, y se acrecentó según me iba aproximando al avión de regreso a la Spagna. Tengo que volver, es algo que me repite insistente un yo íntimo de mis recónditos adentros que diríase reencarnación de algún patricio de época paleocristiana, preconstantiniana.

La otra sensación de la que hablo, y que me ronda siempre que alguien se dirige a mí en algo distinto al español pronunciado con serena claridad, es que soy lo má negado del mundo para los idiomas. No es que no sea capaz de aprenderlos, no, sino que mi torpe cerebro se bloquea cuando mis exquisitos oídos oyen algo que de primeras no reconocen como propio. Pero sólo me pasa con el idioma hablado: si lo leo, sí soy capaz de enterarme con bastante soltura de lo que me están contando. Es más, sólo me pasa cuando me hablan a mí. El otro día un chico me paró en la calle, muy cerca de la bella iglesia romana en la que se puede admirar arrobadamente el Éxtasis de Santa Teresa, y me preguntó algo que no entendí. Balbuceé un ininteligible no sé qué, señalé a mi amiga, que habla italiano, y rápidamente ella y otra chica italiana que en ese momento pasaba por la calle se pusieron a hablar. Y hete aquí que a partir de ese momento me enteré con todo detalle de lo que preguntaba el muchacho y lo que le respondieron ambas mujeres. Soy un caso. Bloqueado. Pero un caso.

En fin. Quien quiera ir a Italia, que me avise, que me con él/ella si el tiempo y el dinero me lo permiten. Vamos con la frase-cita:

«Uno tiene que ir muy lejos para saber hasta dónde se puede ir» (Heinrich Böll).

Que se lo digan a Marco Polo, o a Cristóbal Colón, o a Magallanes. Está claro que si no vas, si no lo intentas, no sabes si puedes: no sabes si te llegarán las fuerzas, si tus miedos se disiparán, si desarrollarás tu imaginación para solucionar imprevistos, si descubrirás habilidades poco conocidas… Si no lo intentas, nunca sabrás si aquella persona que te gustaba “en secreto” te hubiera dado el sí y hubierais saltado juntos a un bello vacío de amor más o menos fugaz, más o menos duradero. Si no lo intentas, otros lo harán por ti y el terreno que era potencialmente tuyo ha sido conquistado, gracias en parte a tu desidia y a tu cobardía, a tu inacción y a tu indecisión, por otra gente más avispada, rápida, dispuesta o aprovechada, que de todo hay.

Hay que intentarlo, hay que dar pasos, hay que ir hacia delante, cada vez más lejos, para saber hasta dónde se puede llegar, para saber qué tesoros se pueden conquistar, qué mundos se pueden descubrir, qué derechos se pueden afianzar…

Hay que ir lejos, muy lejos. Yo, de momento, en mi muy poco viajada vida, estoy haciendo un sistemático rodeo de Francia: Andorra, Portugal, Países Bajos, Alemania, Italia. Me quedan Bélgica y Suiza. Pero no es eso, no. Ir lejos no es ir a Francia, ni evitarla, ni siquiera ir a Italia. Ir lejos es decubrirse a uno mismo en cada lugar, en cada momento, porque se ha atrevido, porque ha avanzado, porque ha tomado una decisión. Aunque sea en la cocina de casa, en la oficina o en el bar de la esquina.

Por cierto, me voy lejos, que se me hace tarde y tengo que aprovechar, que hoy es festivo en Madrid. Besos y saludos.

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