Hoy tenía intención de
dedicar mi reflexión inicial a la muerte. ¿La razón? Un amigo muy querido acaba
de sufrir el zarpazo de la muerte en su familia, concretamente en su hermano.
Su reacción (la de mi amigo) me ha dado qué pensar. No es lo mismo recibir una
noticia semejante cuando tienes quince, treinta, cincuenta o setenta años. Lo
que en unos casos es casi un sacrilegio en otros puede ser tomado como ley
natural. Dolorosa siempre, pero natural. En aceptar la muerte, en saber vivir
con la certeza y la seguridad de la muerte, está uno de los secretos de la
vida. Sin embargo, tiemblo aún, de corazón y de mente, solo de pensar en que la
muerte se acerque a quienes no pertenecen aún al ámbito de esa ley natural que
justifica la desaparición del otro con el consabido «era muy mayor». Porque eso nos
va poniendo siempre más cerca de la primera línea.
No obstante, las
circunstancias han querido que al final, pese a todo, no me vaya a dar a
reflexionar sobre la muerte. Tiempo habrá, que está entrando la Cuaresma y
cerca el Viernes Santo. Hoy me ha dominado la idea de la honestidad, como
quimera, como necesidad, como virtud y como premisa. Ser honesto, ¿es
fundamental o accesorio?, ¿se aprende o es innata?, ¿es perpetua o puede
perecer?, ¿se cultiva como el arroz o es salvaje como el tigre?, ¿es palpable,
tangible o imperceptible a los sentidos? Me temo que son muchas preguntas para
una sola frase-cita, pero…
Nadie
piense que me voy a situar en el “nos” para señalar con el dedo a todo aquellos
que no son decentes, decorosos, recatados, pudorosos, razonables, justos,
probos, rectos y honrados (esto es: honestos), o rectos, probos e intachables
(es decir, íntegros). Qué curioso que se repita el probo, el que tiene probidad
u honradez, rectitud de ánimo e integridad en el obrar. Adoro la capacidad de
la RAE de hacerte dar vueltas sobre el mismo concepto una y otra vez. Y sin
aburrir, que tiene más mérito.
Qué
desilusión, que yo me iba a dedicar a arremeter contra deshonestos e inhonestos
por falsos, insinceros y mentirosos, y resulta que no puedo atacar por ese
frente. O sí, porque al fin y al cabo, el insincero tampoco tiene rectitud de
ánimo e integridad en el obrar, ¿no?
Pero no es
solo la mendacidad la que impide la honestidad. También el fingimiento, el
desapego por la verdad, la falta de respeto y consideración por el otro, la
medición hecha con diferentes raseros según los quiénes y los cómos, el
torcimiento, el negror del alma y del corazón, el egoísmo…
Y qué
fácil es que, aun teniendo la honestidad como ideal, como norma de conducta,
actuemos en alguna ocasión fallando a ese ideal. O que levante la mano quien no
ha sido alguna vez indecente o indecoroso, desvergonzado o impúdico,
irrazonable o injusto, avieso o falaz.
Aun así,
aun siéndolo a veces, creo que no debemos nunca perder de la cabeza la idea de
la honestidad, de la integridad. Y eso, como dice Juvenal, sea cual sea nuestra
profesión: ya seamos periodistas o señoritas de la vida, que son dos
profesiones que empiezan con una bilabial oclusiva sorda y riman con la gente
lista; ya seamos políticos o presbíteros (otros que comparten la inicial), ya
seamos futbolistas o carteros. Lo importante, dice Juvenal, no es lo que hagas,
sino cómo haces lo que haces. Que no se es más honesto, más íntegro o más
importante por ser nada más que íntegro y honesto.
No sé si
me entiendo, mejor me callo.
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