Buenos días, queridos amigos.
Hace frío, pero en mi despacho, a estas horas de madrugada en las que escribo (mi ordenador marca ahora mismo las ocho y tres minutos), estoy sudando. Un contraste que no sé a qué viene, pero que espero que, al menos, ayude a esbozar una leve sonrisa en vuestros labios. Además, pensad que es viernes, que, os guste o no vuestro trabajo, llega el merecido descanso hebdomadario (¡toma!), el tiempo de ocio. Y el ocio, y todo, hay que tomárselo bien; como viene, pero bien. De humor hablaremos, sí, del buen humor que en las grandes ciudades no siempre nos acompaña. Y lo haremos de la mano de un poeta estadounidense fallecido a mediados del siglo XX de cuya existencia, confieso mi ignorancia supina, no sabía nada hasta que he abierto el correo de Proverbia.net. Veamos qué nos aconseja la sabiduría poética de un norteamericano de los «años felices»:
«El buen humor es un deber que tenemos para con el prójimo» (Wallace Stevens).
Un deber, ahí es nada. Vamos, que uno se levanta con la carraca del despertador después de haber dormido mal y con dolor de espalda por las contracturas que te provocan las ocho horas diarias ratón en mano; tirita de frío mientras descubre que se ha acabado el café y se viste a oscuras a ver si así consigue reducir la próxima factura de la luz; sale a la calle y una ráfaga gélida le pone diversos humores corporales líquidos al borde de nariz y ojos; alcanza el kiosco justo a tiempo de descubrir que otra vez ha habido problemas con el reparto de prensa; entra en metro-sauna de Madrid y le dan un papelito anunciando una huelga porque la patronal, que es mala como la quina, no les paga más dinero ni les reduce las horas de trabajo, y, claro, no les queda otra que acudir de nuevo, como todos los años, a la p… huelga, ¡con la que está cayendo y la cantidad de gente que hay en paro!; atraviesa Madrid entre sudor, empujones y frenazos a siete tiempos; llega de nuevo a la oficina, como todos los días desde hace ya más de quince años, y se encuentra una pila de papeles enorme (y menos mal que algunos de ellos son palabra de Dios, que corrijo Biblias) y una nueva nota del jefe encima de la mesa, pidiendo “otra cosa”, ya no sabemos cuántas han sido en el último mes, “para ayer”… Y después de todo esto, ¿resulta que tengo el deber de tener buen humor para con el prójimo? ¡Amos, anda!, pensaría más de uno.
Pues precisamente, querido hermano, precisamente. Debes pensar, como Francisco, el de Asís, que si el sol que nos ilumina (o no), la cigarra, las aves, el lobo, la luna a la que el lobo aúlla, si todos estos son hermanos, y hemos de tratarlos con amor, como criaturas queridas por Dios que son, cuánto más lo hemos de hacer con nuestros hermanos, con nuestros prójimos. El buen humor, ciertamente (y he de aplicarme el cuento, que yo soy más bien de la vara del cardo o a lo sumo de la espina de la rosa, más que del copo del algodón o de la fragancia del nardo), es un deber. Un deber para con nuestros familiares, que tienen y merecen nuestro cariño y nuestro humor; un deber para con nuestros compañeros, que merecen un ambiente en el que se pueda trabajar en equipo con paz y espíritu positivo, creativo, productivo; un deber para con todos aquellos con quienes nos cruzamos. Y si alguno de ellos no nos muestra buen humor, debemos pensar, como otra poeta, mujer, norteamericana, cuyo nombre ahora mismo no recuerdo, que el quiosquero no puede ni debe decidir cómo ha de ser mi día.
El buen humor, pues, es un deber que tenemos, dice bien nuestro amigo Wallace. ¿Y qué es el buen humor? ¿Andar siempre sonriendo y diciéndole a todo el mundo que sea feliz? Puede. Pero yo lo veo más parecido a la bonhomía, esa «afabilidad, sencillez, bondad y honradez en el carácter y en el comportamiento» de la que nos habla la RAE y que, si no es una sonrisa, seguro que sí hace que el prójimo esboce una en su rostro o, lo que es más importante, en su alma.
Hace frío, pero en mi despacho, a estas horas de madrugada en las que escribo (mi ordenador marca ahora mismo las ocho y tres minutos), estoy sudando. Un contraste que no sé a qué viene, pero que espero que, al menos, ayude a esbozar una leve sonrisa en vuestros labios. Además, pensad que es viernes, que, os guste o no vuestro trabajo, llega el merecido descanso hebdomadario (¡toma!), el tiempo de ocio. Y el ocio, y todo, hay que tomárselo bien; como viene, pero bien. De humor hablaremos, sí, del buen humor que en las grandes ciudades no siempre nos acompaña. Y lo haremos de la mano de un poeta estadounidense fallecido a mediados del siglo XX de cuya existencia, confieso mi ignorancia supina, no sabía nada hasta que he abierto el correo de Proverbia.net. Veamos qué nos aconseja la sabiduría poética de un norteamericano de los «años felices»:
«El buen humor es un deber que tenemos para con el prójimo» (Wallace Stevens).
Un deber, ahí es nada. Vamos, que uno se levanta con la carraca del despertador después de haber dormido mal y con dolor de espalda por las contracturas que te provocan las ocho horas diarias ratón en mano; tirita de frío mientras descubre que se ha acabado el café y se viste a oscuras a ver si así consigue reducir la próxima factura de la luz; sale a la calle y una ráfaga gélida le pone diversos humores corporales líquidos al borde de nariz y ojos; alcanza el kiosco justo a tiempo de descubrir que otra vez ha habido problemas con el reparto de prensa; entra en metro-sauna de Madrid y le dan un papelito anunciando una huelga porque la patronal, que es mala como la quina, no les paga más dinero ni les reduce las horas de trabajo, y, claro, no les queda otra que acudir de nuevo, como todos los años, a la p… huelga, ¡con la que está cayendo y la cantidad de gente que hay en paro!; atraviesa Madrid entre sudor, empujones y frenazos a siete tiempos; llega de nuevo a la oficina, como todos los días desde hace ya más de quince años, y se encuentra una pila de papeles enorme (y menos mal que algunos de ellos son palabra de Dios, que corrijo Biblias) y una nueva nota del jefe encima de la mesa, pidiendo “otra cosa”, ya no sabemos cuántas han sido en el último mes, “para ayer”… Y después de todo esto, ¿resulta que tengo el deber de tener buen humor para con el prójimo? ¡Amos, anda!, pensaría más de uno.
Pues precisamente, querido hermano, precisamente. Debes pensar, como Francisco, el de Asís, que si el sol que nos ilumina (o no), la cigarra, las aves, el lobo, la luna a la que el lobo aúlla, si todos estos son hermanos, y hemos de tratarlos con amor, como criaturas queridas por Dios que son, cuánto más lo hemos de hacer con nuestros hermanos, con nuestros prójimos. El buen humor, ciertamente (y he de aplicarme el cuento, que yo soy más bien de la vara del cardo o a lo sumo de la espina de la rosa, más que del copo del algodón o de la fragancia del nardo), es un deber. Un deber para con nuestros familiares, que tienen y merecen nuestro cariño y nuestro humor; un deber para con nuestros compañeros, que merecen un ambiente en el que se pueda trabajar en equipo con paz y espíritu positivo, creativo, productivo; un deber para con todos aquellos con quienes nos cruzamos. Y si alguno de ellos no nos muestra buen humor, debemos pensar, como otra poeta, mujer, norteamericana, cuyo nombre ahora mismo no recuerdo, que el quiosquero no puede ni debe decidir cómo ha de ser mi día.
El buen humor, pues, es un deber que tenemos, dice bien nuestro amigo Wallace. ¿Y qué es el buen humor? ¿Andar siempre sonriendo y diciéndole a todo el mundo que sea feliz? Puede. Pero yo lo veo más parecido a la bonhomía, esa «afabilidad, sencillez, bondad y honradez en el carácter y en el comportamiento» de la que nos habla la RAE y que, si no es una sonrisa, seguro que sí hace que el prójimo esboce una en su rostro o, lo que es más importante, en su alma.
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