No, no hay nadie espiando mis movimientos ni nada parecido. El chico de la ventana es el título del libro que ha recibido el primer premio «La Brújula» de mi editorial. Tanto tiempo ¡años! suspirando por los pasillos de las oficinas para crear una colección y un premio de literatura ha servido para algo, y he aquí una de mis mayores satisfacciones personales: la colección «La Brújula» y, ahora, el premio de mismo nombre.
El caso es que ayer celebramos la entrega oficial y simbólica del premio, que ya se había fallado en enero, pero ahora se entrega con el libro editado, inaugurando la «serie oro» de la colección, encuadernado en cartoné, con unas guardas muy originales y unas ilustraciones fantásticas. La autora del libro es Silvia Corella, una mujer muy agradable con una fotogenia impresionante. Y el libro me parece una obra entretenida que se lee con gusto.
Pero lo que ayer me dejó muerto, o si no muerto sí tan tieso como el pelo de Julieta Serrano bajándose de la moto en Mujeres al borde de un ataque de nervios, es que ¡estuve en la SGAE! Que sí, de verdad, que la entrega la celebramos allí, en el sacrosanto templo modernista de la propiedad intelectual. Un palacio magnífico, con una escalera que debe de provocar miles de esguinces al año, porque es tan impresionante que uno mira las vidrieras sobre su cabeza, la barandilla, las columnas, todo menos los escalones y, claro, se mete un porrazo del siete.
La sala en la que celebramos la entrega es la misma en la que pocos dás antes había estado instalada la capilla ardiente de Antonio Vega. Y aunque las limpiadoras de la casa no quieren quedarse solas en esa sala desde entonces, yo no vi ayer ningún fantasma, ni escuché sonido alguno procedente de la ultratumba. Porque los músicos, aunque mueran, nunca mueren.
Y el cóctel lo tuvimos en la galería acristalada y el jardín del palacio de la SGAE, con sus bonsais, sus candelabros de hierro en las mesas, sus magníficos y cuidados árboles, su fuente... Una gozada de lugar.
Ahora, que no sé muy bien por qué, pero me quedé con la extraña sensación de que allí flotaba en el aire el no, la rigidez, un extraño envaramiento de actitudes y cuerpos, un rictus poco amable. Es sólo una sensación, y como la sentí la cuento.
En cualquier caso, pese a esa opresión anímico-ambiental, fue una tarde inolvidable. Sonará pedante decirlo, pero es de esas veces en que es verdad: me gusta mi trabajo. Qué buenos son los curas de mi empresa, qué buenos son, que nos llevan de excursión ¡hasta a la SGAE!

El caso es que ayer celebramos la entrega oficial y simbólica del premio, que ya se había fallado en enero, pero ahora se entrega con el libro editado, inaugurando la «serie oro» de la colección, encuadernado en cartoné, con unas guardas muy originales y unas ilustraciones fantásticas. La autora del libro es Silvia Corella, una mujer muy agradable con una fotogenia impresionante. Y el libro me parece una obra entretenida que se lee con gusto.
Pero lo que ayer me dejó muerto, o si no muerto sí tan tieso como el pelo de Julieta Serrano bajándose de la moto en Mujeres al borde de un ataque de nervios, es que ¡estuve en la SGAE! Que sí, de verdad, que la entrega la celebramos allí, en el sacrosanto templo modernista de la propiedad intelectual. Un palacio magnífico, con una escalera que debe de provocar miles de esguinces al año, porque es tan impresionante que uno mira las vidrieras sobre su cabeza, la barandilla, las columnas, todo menos los escalones y, claro, se mete un porrazo del siete.
La sala en la que celebramos la entrega es la misma en la que pocos dás antes había estado instalada la capilla ardiente de Antonio Vega. Y aunque las limpiadoras de la casa no quieren quedarse solas en esa sala desde entonces, yo no vi ayer ningún fantasma, ni escuché sonido alguno procedente de la ultratumba. Porque los músicos, aunque mueran, nunca mueren.
Y el cóctel lo tuvimos en la galería acristalada y el jardín del palacio de la SGAE, con sus bonsais, sus candelabros de hierro en las mesas, sus magníficos y cuidados árboles, su fuente... Una gozada de lugar.
Ahora, que no sé muy bien por qué, pero me quedé con la extraña sensación de que allí flotaba en el aire el no, la rigidez, un extraño envaramiento de actitudes y cuerpos, un rictus poco amable. Es sólo una sensación, y como la sentí la cuento.
En cualquier caso, pese a esa opresión anímico-ambiental, fue una tarde inolvidable. Sonará pedante decirlo, pero es de esas veces en que es verdad: me gusta mi trabajo. Qué buenos son los curas de mi empresa, qué buenos son, que nos llevan de excursión ¡hasta a la SGAE!
PD: No puedo publicar fotos del edificio porque me dijeron que está prohibido tomar fotos. Una pena, un palacio tan magnífico y tan altivamente inaccesible...
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