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Un pensamiento de Francisco de Quevedo

Hola, corazones.

Me gusta esa sensación de lagrimeo cuando el gélido aire matinal golpea mi faz, pero no me gusta la tiritona que, a renglón seguido, invade mi costillar. Me gusta el silencio percibido con rotundidad cuando me despierto, oscuro aún el entorno, pero no me gusta el momento en el que el despertador, insolente, abre en canal esa paz con su recordatorio de que hoy comienza un nuevo día. Me gusta, de verdad, aunque pueda parecer extraño, saber que he de levantarme nuevamente, que –ya lo he dicho– hoy comienza un nuevo día, pero no me gusta la facilidad con que soy capaz de convertir ese nuevo día en otro más, ¡y por si fuera poco lo hago sin darme cuenta!

No me he avenado, ni estoy ideoso, ni han huido de mí los pocos atisbos de racionalidad, podéis estar tranquilos (o no, precisamente…). Es la frase-cita que el envío diario de Proverbia-net me ha remitido quien me ha puesto a deshojar la margarita del gusto y el disgusto, de la complacencia y el displacer. Una frase-cita de «don Villegas»:

«El que quiere de esta vida todas las cosas a su gusto, tendrá muchos disgustos» (Francisco de Quevedo).

Que no todo puede estar a nuestro gusto es algo que aprendimos de niños. Pero también es un anhelo que, a pesar de las múltiples dificultades, disgustos, encontronazos y desavenencias que hemos tenido a lo largo de nuestro existir, nunca hemos abandonado por completo. Porque, en el fondo, todo lo queremos a nuestro gusto.

Quiero tener un hogar, y lo quiero donde yo quiero, en la zona que a mí me gusta, pero además quiero que esa zona esté limpia, cuidada y vigilada, libre de morralla. Y además quiero que mi hogar sea bonito, agradable, acogedor, y libre de ruidos externos, de aromas culinarios vecinales… y que esté calentito y confortable… Y quiero un hogar libre de polvo y pelusas, y un cuarto de baño cómodo y limpio, y libre de charcos inesperados…

Ya, hijo, pero es que resulta que lo quieres todo, y todo a tu gusto, y eso no puede ser. Acabarás llevándote un disgusto con el que abandona desperdicios en la puerta de tu casa y con el que no impide, pese a la autoridad que le confiere su profesión, que eso ocurra, acabarás cansado de que las pelusas esperen a reírse de ti en el preciso instante en el que has guardado de nuevo el aspirador, terminarás por desesperarte cuando vuelva el agua a desbordar su cauce en el desagüe.

[Esto es sólo un ejemplo. Mi ejemplo, pero un ejemplo. Y creo que válido.]

Sé, don Francisco, que tiene usted toda la razón, que no se puede querer todo a gusto de uno, que siempre habrá algo que venga a romper esa armonía, a modificar ese acorde perfecto, a distorsionar la tonalidad, a interponerse entre el horizonte feliz y mis esperanzados ojos. Lo sé. Pero sabiéndolo y todo, creo lícito un cierto nivel de queja, de lamento, de suspiro, de congoja. Sin olvidar, claro, el humor; sin perder de vista, por supuesto, la realidad; sin dejar a un lado, ¡eso nunca!, la perspectiva fecunda que da siempre el otro. Y sin dejar nunca, nunca de dar gracias a Dios, al cielo, a la vida, al amor, a la suerte…, todo lo que tienes que te gusta y, también, todo lo que tienes que no te gusta. Porque sólo cuando no te gusta algo intentas cambiarlo y mejorarlo.

Mi gratitud a «don Villegas» por recordármelo.

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