Hola, corazones.
Pensaba yo hablar sobre la madurez, que llevo todo el mes de enero madurando. Ser un capricornio de primeros de año es lo que tiene, que de regalo de reyes anticipado te caen unas cuantas felicitaciones y muchos parabienes; y a esto se suma que también fue enero el mes en el que firmé con la empresa que me hace vivir los votos (dos al menos: obediencia contractual y pobreza salarial, de la castidad mejor no hablamos...), y que este año he alcanzado la mayoría de edad (18) y, como dice una amiga, ya puedo corregir textos «para adultos».
Pero hete aquí que las ideas preconcebidas pueden trocar cuando, por ejemplo, te plantean una interesante cuestión sobre la dificultad. Véase:
«La dificultad es una excusa que la historia nunca acepta» (Edward Roscoe Murrow).
Confieso que yo a este señorín no le conocía de nada, pero, casualidades de la vida, resulta que se trata de un comentarista y reportero estadounidense, esto es, de un periodista, y como yo también lo soy y en este mes de celebraciones llega pronto la de san Francisco de Sales, fiesta patronal de los periodistas, pues como que miel sobre hojuelas (me encantan estas expresiones que suenan como de otra época, como de novela de Enyd Blyton).
La cosa es que este intrépido reportero, este sagaz comentarista, este profesional de la palabra, nos plantea una reflexión sobre la dificultad: «La dificultad es una excusa que la historia nunca acepta». Lo primero que me ha venido a la cabeza es la innumerable cantidad de ocasiones en las que aducimos que algo es difícil, o simplemente desistimos de algo, cejamos en el empeño (otra) porque nos resulta muy difícil. Veces en las que optamos por decir «¡No puedo!» y en las que casi siempre aparece un elemento oscuro: el mal humor, ese resquemor hijo de la frustración, del ridículo, de la vergüenza, de la falsa impotencia...
Pero a continuación me he dado cuenta de que también hay infinidad de ocasiones en las que las dificultades, en lugar de dejarnos hechos unos zorros, tirados en el suelo sin saber qué hacer, nos han llevado a desarrollar técnicas, habilidades, objetos, artimañas, etc., para acabar haciendo lo que deseábamos. Me vuelve a la cabeza aquella tarjeta, famosísima, que a mí me envió siendo aún preadolescente una tía abuela mía, religiosa, que siempre me tuvo especial cariño. La tarjeta mostraba a un guapo niño rubio vestido con una camiseta de rayas que miraba con mucha concentración los cordones de sus zapatillas, mientras un texto amarillo flotaba sobre su cabeza diciendo: «No se puede pactar con las dificultades: o las vencemos o nos vencen».
Y pienso en todo esos sesudos inventores, investigadores, científicos, artistas, literatos, etc., que no se permitieron a sí mismos decir «¡No puedo!», o «¡Es muy difícil!», que no pusieron cara de puchero ni sacudieron la cabeza con tozudez de izquierda a derecha y vicerversa, sino que probaron otra vez, y otra, y otra, hasta dar con el artilugio, con la fórmula, con la vacuna, con la obra, con el verso por el que, finalmente, se les recuerda y honra como propulsores de la humanidad.
«La dificultad es una excusa que la historia nunca acepta». Es cierto, admirado aunque recién conocido colega. Pero más cierto es que la dificultad es una excusa que uno mismo, la propia dignidad, el ser más íntimo, nunca acepta. Como excusa. Porque uno no se puede poner a sí mismo excusas si desea respetarse a sí mismo. Lo que no quiere decir que no pueda reconocer la dificultad, incluso la incapacidad de llevar a cabo alguna acción. Pero tener limitaciones, y reconocerlas objetivamente no es lo mismo que ponerse excusas. Por eso la dificultad no puede ser nunca una excusa, no debe aceptarse nunca como una excusa. La historia no lo hace, como bien dice nuestro reportero; nosotros no debemos hacerlo, digo yo, esta especie de gurú de pacotilla del pensamiento simplón.
Continuemos, pues, la jornada, mirando de frente a las dificultades que nos encontremos, analizándolas, asumiéndolas como retos y no como excusas. ¡A por ello!
Pensaba yo hablar sobre la madurez, que llevo todo el mes de enero madurando. Ser un capricornio de primeros de año es lo que tiene, que de regalo de reyes anticipado te caen unas cuantas felicitaciones y muchos parabienes; y a esto se suma que también fue enero el mes en el que firmé con la empresa que me hace vivir los votos (dos al menos: obediencia contractual y pobreza salarial, de la castidad mejor no hablamos...), y que este año he alcanzado la mayoría de edad (18) y, como dice una amiga, ya puedo corregir textos «para adultos».
Pero hete aquí que las ideas preconcebidas pueden trocar cuando, por ejemplo, te plantean una interesante cuestión sobre la dificultad. Véase:
«La dificultad es una excusa que la historia nunca acepta» (Edward Roscoe Murrow).
Confieso que yo a este señorín no le conocía de nada, pero, casualidades de la vida, resulta que se trata de un comentarista y reportero estadounidense, esto es, de un periodista, y como yo también lo soy y en este mes de celebraciones llega pronto la de san Francisco de Sales, fiesta patronal de los periodistas, pues como que miel sobre hojuelas (me encantan estas expresiones que suenan como de otra época, como de novela de Enyd Blyton).
La cosa es que este intrépido reportero, este sagaz comentarista, este profesional de la palabra, nos plantea una reflexión sobre la dificultad: «La dificultad es una excusa que la historia nunca acepta». Lo primero que me ha venido a la cabeza es la innumerable cantidad de ocasiones en las que aducimos que algo es difícil, o simplemente desistimos de algo, cejamos en el empeño (otra) porque nos resulta muy difícil. Veces en las que optamos por decir «¡No puedo!» y en las que casi siempre aparece un elemento oscuro: el mal humor, ese resquemor hijo de la frustración, del ridículo, de la vergüenza, de la falsa impotencia...
Pero a continuación me he dado cuenta de que también hay infinidad de ocasiones en las que las dificultades, en lugar de dejarnos hechos unos zorros, tirados en el suelo sin saber qué hacer, nos han llevado a desarrollar técnicas, habilidades, objetos, artimañas, etc., para acabar haciendo lo que deseábamos. Me vuelve a la cabeza aquella tarjeta, famosísima, que a mí me envió siendo aún preadolescente una tía abuela mía, religiosa, que siempre me tuvo especial cariño. La tarjeta mostraba a un guapo niño rubio vestido con una camiseta de rayas que miraba con mucha concentración los cordones de sus zapatillas, mientras un texto amarillo flotaba sobre su cabeza diciendo: «No se puede pactar con las dificultades: o las vencemos o nos vencen».
Y pienso en todo esos sesudos inventores, investigadores, científicos, artistas, literatos, etc., que no se permitieron a sí mismos decir «¡No puedo!», o «¡Es muy difícil!», que no pusieron cara de puchero ni sacudieron la cabeza con tozudez de izquierda a derecha y vicerversa, sino que probaron otra vez, y otra, y otra, hasta dar con el artilugio, con la fórmula, con la vacuna, con la obra, con el verso por el que, finalmente, se les recuerda y honra como propulsores de la humanidad.
«La dificultad es una excusa que la historia nunca acepta». Es cierto, admirado aunque recién conocido colega. Pero más cierto es que la dificultad es una excusa que uno mismo, la propia dignidad, el ser más íntimo, nunca acepta. Como excusa. Porque uno no se puede poner a sí mismo excusas si desea respetarse a sí mismo. Lo que no quiere decir que no pueda reconocer la dificultad, incluso la incapacidad de llevar a cabo alguna acción. Pero tener limitaciones, y reconocerlas objetivamente no es lo mismo que ponerse excusas. Por eso la dificultad no puede ser nunca una excusa, no debe aceptarse nunca como una excusa. La historia no lo hace, como bien dice nuestro reportero; nosotros no debemos hacerlo, digo yo, esta especie de gurú de pacotilla del pensamiento simplón.
Continuemos, pues, la jornada, mirando de frente a las dificultades que nos encontremos, analizándolas, asumiéndolas como retos y no como excusas. ¡A por ello!
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