Hola, corazones.
El lunes, cuando aún estaba en Metrosauna camino del Sur para ir a trabajar, me llegó un mensaje al móvil (hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad, y es una temeridad, y hasta en los túneles puedes hablar por teléfono, ¡qué promiscua intimidad!). Un mensaje que me anunciaba un feliz acontecimiento natalicio: una preciosidad de niña, que responde al precioso nombre de Carmen, acaba de nacer. El jueves, también en Metrosauna, de vuelta del trabajo, es decir, camino al centro de la ciudad, tuve la ocasión de ceder el asiento a una joven, feliz y flamante madre que llevaba a su bebé a cuestas, envuelto en esa especie de capisayo que se cuelga de los hombros y se ata a la cintura y se convierte en un aparentemente confortable marsupio para el chiquitajo. Un chiquitajo, por cierto, que conservaba aún esa cara de persona mayor que tienen muchos recién nacidos en sus primeros días; y que estaba enormemente despierto, mirándolo todo o al menos meneando la cabeza en todas las direcciones que le permitía la bolsa marsupial.
Y entonces pensé. Cosa rara en mí, más dado a observar, suponer, imaginar (en ambos casos errando casi siempre) o sentir. Pero pensé. Y me dije a mí mismo mi pensamiento (hubiera quedado fatal decirlo en alto, en medio del vagón, con un heterodoxo y dispar público; seguro que me hubieran mirado como si no estuviera bien de la cabeza…; bien mirado, la próxima vez que piense, debería hacer precisamente eso). Pensé que para un recién nacido un minuto de vida es un mundo de madurez, una inmensa posibilidad, casi una certeza, de crecimiento. Matemáticamente es cierto: si sólo tienes tres días de vida, una hora más te añade más tiempo a tu existencia que esa misma hora cuando ya tienes cuarenta y cinco años. Pero, de alguna manera, si uno recordara sus sensaciones de los primeros minutos, horas, días de vida, quedaría sobrecogido por un brutal vértigo al verse crecer a uno mismo. Gracias a Dios, no lo recordamos, y entonces podemos recrearnos, con la sonrisa boba en la cara, en cómo se mueve el bebé que tenemos enfrente, y en quien nos reflejamos, en brazos de su madre.
La noticia y la anécdota que he referido me han hecho buscar, hoy, una frase-cita en Proverbia.net que me permitiera reflexionar sobre el misterio de la vida, que es, junto con el del amor, el grn abismo al que nos enfrentamos:
«Un hijo es una pregunta que le hacemos al destino» (José María Pemán).
En menudo berenjenal me voy a meter, yo, que siempre me he definido como una realidad social atípica: la unidad familiar monoparental sin hijos. Lo cierto es que soy bastante mono: monoparental, monorresidencial, monosalarial… monísimo. Y con todo, ¿me voy a meter a hablar de la paternidad, la maternidad, la «hijidad» o filiación? No. Aunque podría, porque, siendo hijo, he recibido permiso para entrar a formar parte de esa relación única y especial entre padre/madre e hijo (cada padre con cada uno de sus hijos, de cada madre con cada uno de sus hijos), relación que siempre es igual pero siempre diferente.
Pero no. Lo que me ha llamado la atención de la frase-cita de don José María es el hecho de que las personas seamos consideradas preguntas, y encima preguntas al destino. Si ya es bastante difícil ser tenido como una pregunta, lo de ser pregunta al destino, en lugar de al panadero, a la maestra, al policía o a la médico de cabecera, se las trae. ¿Somos preguntas, o somos, primero, y la pregunta viene después de que nosotros, los hijos, seamos? Más bien creo esto segundo.
Se es hijo siempre en relación a alguien, a una persona, a una institución, a un lugar. Es decir, que es esa persona, esa institución, esa patria, quien (siguiendo a Pemán), hace una pregunta al destino. ¿Sobre el hijo, o sobre sí misma? Mi padre, mi madre, mi patria, ¿preguntan al destino sobre mí, o sobre ellos mismos? ¿Qué pretenden, indagar, descubrir lo que les depara el destino a ellos, o lo que se cierne sobre nosotros? No lo deja nada claro don José María. Quizá por lo que ya he dicho: los hijos no somos la pregunta; los hijos, simplemente, somos, venimos, aparecemos: queridos, deseados y buscados, o sobrevenidos, fruto del amor, de la rutina o del dolor, fruto de la propia carne o de otra, del deseo o de la probeta, de un amor o de dos amores… Seamos como seamos, vengamos como vengamos, los hijos, primero, somos. Y una vez que somos, una vez que nos constituimos y manifestamos como primera célula propia, o una vez que aparecemos ante los ojos de nuestros padres, es cuando surge (o no, quién sabe) la pregunta al destino. Pregunta que son dos preguntas, o cientos de ellas: ¿qué será de mi hijo, de mi hija?, ¿seré capaz yo, madre, yo, padre?
Definitivamente, me he acabado metiendo en el berenjenal. Y ahora voy a entrar en otro.
Porque un hijo también es, lo dicen los supertacañones de la RAE, la obra o producción del ingenio. Un libro, por ejemplo, suponiendo que sea obra o producción del ingenio de su autor, es un hijo de su autor. Un hijo que puede llegar a ser muy querido, y que en muchos casos ha sido deseado, ardiente y fervorosamente esperado, durante mucho tiempo. También puede haber sido un deseo latente, que no se ha manifestado o no ha encontrado expresión hasta que se ha recibido un impulso externo: un acontecimiento que mueve la sensibilidad y hace aflorar un poema, un reto lanzado por alguien que acaba haciendo aflorar un cúmulo de ideas y pensamientos… Ahora bien, el hijo libro (el hijo cuadro, la hija sinfonía, el hijo edificio, la hija escultura…), ¿son preguntas al destino, como dice don José María, o son más bien la causa de que el su progenitor-autor se haga preguntas?
¿Qué me está pidiendo el destino, si es que me está pidiendo algo, para que pretenda convertirme en referente de nada ni de nadie? Decidme, oh dioses, oh musas, oh lares, manes y penates, ¿qué triste horóscopo nació conmigo? (Vaya, ya me ha vuelto a salir la vena de La venganza de don Mendo). Concluyo afirmando que no estoy muy de acuerdo con don José María: no solo los hijos no son preguntas, sino que no siempre que se tiene un hijo se pregunta uno cosas tremendas al destino. ¿Cabe, esta es mi pregunta, mayor satisfacción que la de tener un hijo y verlo crecer, que la de escribir y publicar un libro y ver que se difunde, se lee y se valora? Que venga el destino y me diga si cabe o no, que mientras tanto yo seguiré disfrutando cada vez que vea a una persona con un libro en la mano, y babeando de humanidad cada vez que vea un bebé en brazos de su madre, de su padre e incluso de su tío mono…
El lunes, cuando aún estaba en Metrosauna camino del Sur para ir a trabajar, me llegó un mensaje al móvil (hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad, y es una temeridad, y hasta en los túneles puedes hablar por teléfono, ¡qué promiscua intimidad!). Un mensaje que me anunciaba un feliz acontecimiento natalicio: una preciosidad de niña, que responde al precioso nombre de Carmen, acaba de nacer. El jueves, también en Metrosauna, de vuelta del trabajo, es decir, camino al centro de la ciudad, tuve la ocasión de ceder el asiento a una joven, feliz y flamante madre que llevaba a su bebé a cuestas, envuelto en esa especie de capisayo que se cuelga de los hombros y se ata a la cintura y se convierte en un aparentemente confortable marsupio para el chiquitajo. Un chiquitajo, por cierto, que conservaba aún esa cara de persona mayor que tienen muchos recién nacidos en sus primeros días; y que estaba enormemente despierto, mirándolo todo o al menos meneando la cabeza en todas las direcciones que le permitía la bolsa marsupial.
Y entonces pensé. Cosa rara en mí, más dado a observar, suponer, imaginar (en ambos casos errando casi siempre) o sentir. Pero pensé. Y me dije a mí mismo mi pensamiento (hubiera quedado fatal decirlo en alto, en medio del vagón, con un heterodoxo y dispar público; seguro que me hubieran mirado como si no estuviera bien de la cabeza…; bien mirado, la próxima vez que piense, debería hacer precisamente eso). Pensé que para un recién nacido un minuto de vida es un mundo de madurez, una inmensa posibilidad, casi una certeza, de crecimiento. Matemáticamente es cierto: si sólo tienes tres días de vida, una hora más te añade más tiempo a tu existencia que esa misma hora cuando ya tienes cuarenta y cinco años. Pero, de alguna manera, si uno recordara sus sensaciones de los primeros minutos, horas, días de vida, quedaría sobrecogido por un brutal vértigo al verse crecer a uno mismo. Gracias a Dios, no lo recordamos, y entonces podemos recrearnos, con la sonrisa boba en la cara, en cómo se mueve el bebé que tenemos enfrente, y en quien nos reflejamos, en brazos de su madre.
La noticia y la anécdota que he referido me han hecho buscar, hoy, una frase-cita en Proverbia.net que me permitiera reflexionar sobre el misterio de la vida, que es, junto con el del amor, el grn abismo al que nos enfrentamos:
«Un hijo es una pregunta que le hacemos al destino» (José María Pemán).
En menudo berenjenal me voy a meter, yo, que siempre me he definido como una realidad social atípica: la unidad familiar monoparental sin hijos. Lo cierto es que soy bastante mono: monoparental, monorresidencial, monosalarial… monísimo. Y con todo, ¿me voy a meter a hablar de la paternidad, la maternidad, la «hijidad» o filiación? No. Aunque podría, porque, siendo hijo, he recibido permiso para entrar a formar parte de esa relación única y especial entre padre/madre e hijo (cada padre con cada uno de sus hijos, de cada madre con cada uno de sus hijos), relación que siempre es igual pero siempre diferente.
Pero no. Lo que me ha llamado la atención de la frase-cita de don José María es el hecho de que las personas seamos consideradas preguntas, y encima preguntas al destino. Si ya es bastante difícil ser tenido como una pregunta, lo de ser pregunta al destino, en lugar de al panadero, a la maestra, al policía o a la médico de cabecera, se las trae. ¿Somos preguntas, o somos, primero, y la pregunta viene después de que nosotros, los hijos, seamos? Más bien creo esto segundo.
Se es hijo siempre en relación a alguien, a una persona, a una institución, a un lugar. Es decir, que es esa persona, esa institución, esa patria, quien (siguiendo a Pemán), hace una pregunta al destino. ¿Sobre el hijo, o sobre sí misma? Mi padre, mi madre, mi patria, ¿preguntan al destino sobre mí, o sobre ellos mismos? ¿Qué pretenden, indagar, descubrir lo que les depara el destino a ellos, o lo que se cierne sobre nosotros? No lo deja nada claro don José María. Quizá por lo que ya he dicho: los hijos no somos la pregunta; los hijos, simplemente, somos, venimos, aparecemos: queridos, deseados y buscados, o sobrevenidos, fruto del amor, de la rutina o del dolor, fruto de la propia carne o de otra, del deseo o de la probeta, de un amor o de dos amores… Seamos como seamos, vengamos como vengamos, los hijos, primero, somos. Y una vez que somos, una vez que nos constituimos y manifestamos como primera célula propia, o una vez que aparecemos ante los ojos de nuestros padres, es cuando surge (o no, quién sabe) la pregunta al destino. Pregunta que son dos preguntas, o cientos de ellas: ¿qué será de mi hijo, de mi hija?, ¿seré capaz yo, madre, yo, padre?
Definitivamente, me he acabado metiendo en el berenjenal. Y ahora voy a entrar en otro.
Porque un hijo también es, lo dicen los supertacañones de la RAE, la obra o producción del ingenio. Un libro, por ejemplo, suponiendo que sea obra o producción del ingenio de su autor, es un hijo de su autor. Un hijo que puede llegar a ser muy querido, y que en muchos casos ha sido deseado, ardiente y fervorosamente esperado, durante mucho tiempo. También puede haber sido un deseo latente, que no se ha manifestado o no ha encontrado expresión hasta que se ha recibido un impulso externo: un acontecimiento que mueve la sensibilidad y hace aflorar un poema, un reto lanzado por alguien que acaba haciendo aflorar un cúmulo de ideas y pensamientos… Ahora bien, el hijo libro (el hijo cuadro, la hija sinfonía, el hijo edificio, la hija escultura…), ¿son preguntas al destino, como dice don José María, o son más bien la causa de que el su progenitor-autor se haga preguntas?
¿Qué me está pidiendo el destino, si es que me está pidiendo algo, para que pretenda convertirme en referente de nada ni de nadie? Decidme, oh dioses, oh musas, oh lares, manes y penates, ¿qué triste horóscopo nació conmigo? (Vaya, ya me ha vuelto a salir la vena de La venganza de don Mendo). Concluyo afirmando que no estoy muy de acuerdo con don José María: no solo los hijos no son preguntas, sino que no siempre que se tiene un hijo se pregunta uno cosas tremendas al destino. ¿Cabe, esta es mi pregunta, mayor satisfacción que la de tener un hijo y verlo crecer, que la de escribir y publicar un libro y ver que se difunde, se lee y se valora? Que venga el destino y me diga si cabe o no, que mientras tanto yo seguiré disfrutando cada vez que vea a una persona con un libro en la mano, y babeando de humanidad cada vez que vea un bebé en brazos de su madre, de su padre e incluso de su tío mono…
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