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Eliminar lo superfluo

Cuaresma. La temida cuaresma. Un tiempo en que se nos habla de renuncia, sacrificio, esfuerzo, austeridad. Un tiempo que comienza con un símbolo gris –la ceniza– que evoca la destrucción y la muerte, la caducidad de la vida. Un tiempo en que parece que está mal vista la alegría, la risa, el color, las flores (y eso que coincide con la primavera, ¡qué contradicción!). Incluso algunos todavía recordarán cuando, en Cuaresma y Semana Santa, no era posible acudir al cine o a espectáculos públicos. Un tiempo en que la Iglesia parece empeñada más que nunca en decir “No” a todo: al placer, a la diversión, al buen yantar, a la simple alegría de vivir.

En los últimos años, a pesar de los cambios habidos en la sociedad, esta tendencia no parece haber cambiado: la gente sigue asociando la cuaresma al “No”. La diferencia estriba en que ahora, en vez de acatar sumisos esa larga lista de prohibiciones –cada vez más difíciles de comprender, por otro lado–, simplemente decimos: “Paso. Yo, desde luego, no pienso comer pescado los viernes. ¿Qué sentido tiene eso?”. Y continuamos haciendo nuestra vida, como si no pasara nada, como si la Cuaresma no fuera con nosotros, como si estuviéramos siempre en un tiempo ordinario (pero no el litúrgico: el tiempo común, basto, grosero, soez casi, en el que cada uno nos movemos casi sin darnos cuenta).

Pero seguimos sin entender, practicar y vivir la Cuaresma. La Cuaresma, que es una renuncia, sí, pero no por sí misma, sino con una finalidad; que es un sacrificio, sí, pero con un sentido. “El que quiera peces...”, dice un conocido refrán. Si queremos conseguir algo (un piso, por ejemplo, y sé bien de qué les hablo) estamos dispuestos a asumir sacrificios, a reducir gastos, a eliminar lo superfluo hasta conseguir lo esencial, nuestro objetivo, el piso en cuestión. Si queremos obtener la atención y el amor de alguien, ¿no estamos dispuestos a aceptar cualquier renuncia, cualquier sacrificio, cualquier requisito que se nos pida? Si queremos conservar un puesto de trabajo, ¿no llegamos a aceptar, casi sin dudarlo, todo lo que nos pidan, o dicho de otro modo, “lo que nos echen”?

Pero después, ¿no es inmensa la alegría al entrar por primera vez en el piso y poder enseñárselo con orgullo a amigos y familiares? ¿Y no se siente uno el más feliz del universo cuando obtiene el amor de la persona de la que está enamorado? ¿Y no es, en este mundo, un orgullo, una satisfacción, un motivo de alegría y de acción de gracias el tener un puesto de trabajo digno?

Pues cuánto más renunciaremos, cuánto más eliminaremos lo superfluo, cuánto más aceptaremos gustosos las cargas si lo que queremos conseguir es un lugar en la vida eterna, si el amor y la atención que queremos obtener son los del mismo Cristo, y lo que queremos conservar es el puesto que Dios nos tiene reservado.

Por eso creo que la Cuaresma es alegría, sonrisa, felicidad, color, flores, entusiasmo, diversión, gozo. Sólo hay que mirar más allá de la ceniza, del morado de las vestiduras sacerdotales, del altar sin flores, del viernes con bacalao, para ver detrás de todo esto los frutos de la conversión, la alegría de la pascua, el gozo de la resurrección. Sólo hay que mojarse en el lago para disfrutar de los peces de la multiplicación.

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