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Un pensamiento mío (¡qué osadía!)

Hola, corazones.

El viernes pasado no pude proponer una frase-cita para comentar. En realidad sí la propuse, pero no la comenté y no dejé constancia de ello en el blog. Así que permitidme que esta semana me dedique al pensamiento, la frase-cita o, para ser exactos, el verso que propuse la semana pasada. Procede de un poemario de mi autoría (perdonad también la osadía de incluirme en la lista de egregios pensadores o autores de frase-citas), poemario dedicado a mi padre y escrito después de su muerte que podréis encontrar en el blog, si lo deseáis. El verso en concreto dice lo siguiente:

«No es sombrío el cementerio. Sólo es sombrío el entierro» (Álvaro Santos).

La reflexión viene al caso, pues mi ausencia el viernes pasado se debió a que estuve en Valladolid, en el cementerio, en un entierro.

Hay muchas razones para visitar un cementerio. Obviamente, la primera razón es para acompañar o despedir a alguien (un familiar, un amigo…). Despedida que puede no ser definitiva, si uno tiene la costumbre de visitar la tumba de su ser querido para limpiarla, para hablar con él, para llevarle el ramo de novia, para… Hay un sinfín de cosas que uno puede hacer, o de motivos que pueden llevarte al cementerio a mantener el vínculo espiritual con tu ser querido a través de la materia visible de la lápida.

También hay, en ocasiones, motivos turísticos y culturales que hacen que uno visite un cementerio: los de personajes ilustres, o algunas muestras de arte funerario (escultura, arquitectura…) de altísima calidad merecen ser visitados sólo para su contemplación. Así he conocido, por ejemplo, los de Soria, Comillas o varias localidades gallegas, con la intención de honrar la memoria de un escritor o de admirarme con el arte funerario (en Galicia, de manera especial, los cementerios son auténticas maravillas). Hay quien encuentra (yo mismo lo he comentado alguna vez) inspiración para bautizar personajes de novelas y relatos entre los nombres y apellidos que en tan breve espacio se concentran. Y hay también quien sabe encontrar en los cementerios acogedores lugares de paz, de esperanza y de amor. Ciertamente, es lo que se lee en muchos mensajes dejados por familiares a sus difuntos, y lo que se interpreta en las cruces, sudarios, calvarios, ángeles… Y no olvidemos tampoco a los seguidores de Nieves Concostrina y su colección de epitafios divertidos.

Todas las familias tienen una tía monja, y la mía no iba a ser menos: decía la Tía Nati, tía de mi padre, religiosa de los Sagrados Corazones, que falleció con más de cien años de edad, que los pueblos que tienen el cementerio en alto son pueblos optimistas y, por el contrario, los que sitúan el cementerio en un nivel inferior al del pueblo son pesimistas. Ella prefería los cementerios elevados, lógicamente, y en uno de ellos fue enterrada, uno de los cementerios más optimistas y esperanzadores, más bonitos, que he visto nunca: el de Torrelavega, en la ladera de un monte, con unas vistas prodigiosas. Hay, además, otra distinción: los cementerios más «autóctonos», si queremos, están cercados, y son una acumulación más o menos ordenada de nichos, féretros, túmulos, capillas funerarias, etc., rodeadas de árboles y plantas; los cementerios más «modernos», más «americanos», son amplias extensiones verdes en las que sólo destacan pequeñas cruces o lápidas a ras de suelo. Hay quien prefiere estos, porque considera macabro el arte funerario tradicional o porque no le gustan las cruces. A mí, personalmente, me resultan más evocadores los primeros. Quizá porque soy de símbolos, y porque siempre me ha gustado mucho la cruz del sábado santo, la cruz vacía con el sudario colgando, que tantas y tantas veces he visto procesionar.

En fin, que estoy convencido, realmente convencido, de que los cementerios, si sabes mirarlos, no son sombríos. Lo sombrío es siempre el entierro, porque todos los sentimientos, recuerdos, esperanzas truncadas, palabras no dichas…, chocan en tu pecho contra la piedra, contra el cemento, contra las cintas de recuerdo de las coronas de flores, contra la rudeza de las maniobras necesarias para introducir el féretro en su lugar definitivo.

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