Hola, corazones.
Al parecer, estamos en la semana del cabreo. Y tiene que ser precisamente esta, una semana en que no me ha sucedido ningún percance, no he perdido ningún autobús, el periódico estaba todos los días en el quiosco a su hora (bueno, hoy no), el horóscopo me decía cosas amables («hagas lo que hagas, nadie te hará caso», y cosas del estilo), he dado rienda suelta a mi creatividad en el trabajo y he acabado a tiempo mis tareas, el café me ha sabido a gloria y el despertador no ha logrado irritarme, no me ha ocurrido ninguna desgracia en casa (tener que matar una araña en el fregadero no llega a categoría de desgracia, ¿verdad?) y hasta he estrenado una camisa. ¿Tiene que ser precisamente esta semana?
Parece que sí. Hay mucha gente que dice estar cabreada. Incluso hay un libro que incita al cabreo gratuito, según dicen. Yo no lo he leído, pero conozco a personas de mucho y buen criterio, de las cuales me fío, que me han desestimado su lectura. Me conocen. Saben cómo me las gasto cuando se me cruzan las teclas en el ordenador o se me resisten los ojales, así que, ¿para qué me van a decir que «lo que tengo que hacer» es leerme una invitación al cabreo? Sólo con que me digan lo que tengo que hacer, ya me tienen cabreado.
Máxime, como está siendo el caso, cuando el enojado y ofendido energúmeno encolerizado expresa su ira y su rabia con grandes aspavientos y alharacas, con griterío y lelilí, con pinturas, salivazos y vaharadas herbáceas… Venga la frase-cita:
«Meter mucho ruido a propósito de una ofensa recibida no disminuye el dolor, sino que acrecienta la vergüenza» (Giovanni Boccaccio).
Confieso mi culpa, reconozco mi pecado, doy mi brazo a retorcer y digo sí, es cierto, muchas veces he sido de los que ha manifestado mis cuitas con ruido, con demasiado ruido. Y casi siempre, por aquello de dejarle un pequeño resquicio a la duda, el excesivo ruido me ha dejado, ciertamente, más vergüenza que nueces. Por eso sé que Bocacho (¡mira!, ¿no se habrán inspirado aquí los japos para crear esos míticos personajes de extrañas formas, colores, poderes y nombres: Pica…Chuuuu?) tiene más razón que un santo.
Claro que él lo llama «dolor de ofensa», y no «cabreo», pero también me vale. Cuando alguien me ha ofendido, las más de las veces me ha ido mejor cuando mi respuesta a esa ofensa ha sido el silencio, el desprecio, o la demostración del error en que incurría el ofensor que cuando me he calzado las serpientes en la cabeza y con los ojos encendidos como lanzallamas he contestado, en un agudísimo y audibilísimo «¿Qué?».
Claro que si me ofenden tengo derecho a molestarme, incluso a enojarme, pero estoy muy de acuerdo con Bocacho en que si en lugar de eso me cabreo y monto en cólera (siempre me ha gustado mucho esta expresión, y por una extraña razón la tengo asociada al modo en que cierto enmascarado llamaba a su caballo, Silver, para más señas, cuando necesitaba montar) al final puedo salir escaldado y avergonzado. Porque la respuesta debe ser proporcional a la ofensa, y esa proporción no está en relación con el Talión, sino con el menor aprecio hecho al desprecio, por ejemplo, o con el perdón de la otra mejilla, quizá.
Y si la cosa no merece perdón, sino actuación, la actuación debe ser justa, proporcionada, equitativa, meditada y serena. Cualidades estas que no casan bien con el enrojecimiento facial y la hinchazón venática propios del cabreo.
Así que, querido ser que has pretendido ofenderme, no te extrañe si a partir de ahora, en lugar de gritarte desaforado e insultarte como un descosido, te miro simplemente de soslayo y a continuación te borro de mi Facebook.
Que tengáis buena semana. Y cuidado con las cosas que leéis, que la buena literatura eleva el espíritu y la mala prensa excita la bilis…
Al parecer, estamos en la semana del cabreo. Y tiene que ser precisamente esta, una semana en que no me ha sucedido ningún percance, no he perdido ningún autobús, el periódico estaba todos los días en el quiosco a su hora (bueno, hoy no), el horóscopo me decía cosas amables («hagas lo que hagas, nadie te hará caso», y cosas del estilo), he dado rienda suelta a mi creatividad en el trabajo y he acabado a tiempo mis tareas, el café me ha sabido a gloria y el despertador no ha logrado irritarme, no me ha ocurrido ninguna desgracia en casa (tener que matar una araña en el fregadero no llega a categoría de desgracia, ¿verdad?) y hasta he estrenado una camisa. ¿Tiene que ser precisamente esta semana?
Parece que sí. Hay mucha gente que dice estar cabreada. Incluso hay un libro que incita al cabreo gratuito, según dicen. Yo no lo he leído, pero conozco a personas de mucho y buen criterio, de las cuales me fío, que me han desestimado su lectura. Me conocen. Saben cómo me las gasto cuando se me cruzan las teclas en el ordenador o se me resisten los ojales, así que, ¿para qué me van a decir que «lo que tengo que hacer» es leerme una invitación al cabreo? Sólo con que me digan lo que tengo que hacer, ya me tienen cabreado.
Máxime, como está siendo el caso, cuando el enojado y ofendido energúmeno encolerizado expresa su ira y su rabia con grandes aspavientos y alharacas, con griterío y lelilí, con pinturas, salivazos y vaharadas herbáceas… Venga la frase-cita:
«Meter mucho ruido a propósito de una ofensa recibida no disminuye el dolor, sino que acrecienta la vergüenza» (Giovanni Boccaccio).
Confieso mi culpa, reconozco mi pecado, doy mi brazo a retorcer y digo sí, es cierto, muchas veces he sido de los que ha manifestado mis cuitas con ruido, con demasiado ruido. Y casi siempre, por aquello de dejarle un pequeño resquicio a la duda, el excesivo ruido me ha dejado, ciertamente, más vergüenza que nueces. Por eso sé que Bocacho (¡mira!, ¿no se habrán inspirado aquí los japos para crear esos míticos personajes de extrañas formas, colores, poderes y nombres: Pica…Chuuuu?) tiene más razón que un santo.
Claro que él lo llama «dolor de ofensa», y no «cabreo», pero también me vale. Cuando alguien me ha ofendido, las más de las veces me ha ido mejor cuando mi respuesta a esa ofensa ha sido el silencio, el desprecio, o la demostración del error en que incurría el ofensor que cuando me he calzado las serpientes en la cabeza y con los ojos encendidos como lanzallamas he contestado, en un agudísimo y audibilísimo «¿Qué?».
Claro que si me ofenden tengo derecho a molestarme, incluso a enojarme, pero estoy muy de acuerdo con Bocacho en que si en lugar de eso me cabreo y monto en cólera (siempre me ha gustado mucho esta expresión, y por una extraña razón la tengo asociada al modo en que cierto enmascarado llamaba a su caballo, Silver, para más señas, cuando necesitaba montar) al final puedo salir escaldado y avergonzado. Porque la respuesta debe ser proporcional a la ofensa, y esa proporción no está en relación con el Talión, sino con el menor aprecio hecho al desprecio, por ejemplo, o con el perdón de la otra mejilla, quizá.
Y si la cosa no merece perdón, sino actuación, la actuación debe ser justa, proporcionada, equitativa, meditada y serena. Cualidades estas que no casan bien con el enrojecimiento facial y la hinchazón venática propios del cabreo.
Así que, querido ser que has pretendido ofenderme, no te extrañe si a partir de ahora, en lugar de gritarte desaforado e insultarte como un descosido, te miro simplemente de soslayo y a continuación te borro de mi Facebook.
Que tengáis buena semana. Y cuidado con las cosas que leéis, que la buena literatura eleva el espíritu y la mala prensa excita la bilis…
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