Hola, corazones.
El cielo se ha poblado de nubes de la misma manera que mi cabeza se puebla de temas (esto lo tengo que comentar, me digo para mis íntimos internos cuando leo los titulares de los periódicos, y luego las encuestas, el paro, los terroristas islámicos muertos y los antihispánicos en las urnas, el paro, las persecuciones por falsos dopajes, las palabras hueras, el paro, y muchos más temas se me quedan en el tintero). El cielo se ha poblado de nubes que amenazan y a veces descargan con virulencia sus tormentas, esas mismas tormentas que me sorprenden año tras año en la Feria del Libro de Madrid, en el Retiro, y que se están adelantando casi un mes. Poblado como las nubes, repito, está mi temario. No quiero entrar en muchos de esos asuntos, que este mi blog no es un blog político ni de opinión (tendré que ocuparme un día de estos en definir qué cosa sea este mi blog, que aún no lo ignoro). Sólo voy a ocuparme hoy de dos pequeñas protestas: una lingüística y otra, sí, al hilo de la estupidez reinante.
He observado últimamente en el lenguaje de muchas personas (de todo tipo: periodistas, gente con dos carreras, gente con idiomas, gente viajada por los cinco continentes, gente con relaciones en las altas esferas institucionales, gente que dirige empresas con mano de hierro) una especie de muletilla, un defecto, que yo, en mi humilde maldad de juntaletras con ínfulas de creador de vocablos ácidos, me atrevería a llamar «pseudoesencialismo», o también «loquesloísmo». Con algunos ejemplos nos enteremos bien. Una madre le dice a su hijo: «Coge una manzana», y está indicando a su hijo que coja, entre un grupo indefinido de manzanas cuya situación ambos, supuestamente, conocen, una, la que él prefiera, o una cualquiera, tomada así, «al azahar». Si le dice: «Coge la manzana», le está diciendo que coja una manzana concreta, aquella que ambos tienen a la vista o de la que han hablado previamente, aquella manzana, y no otra, que ambos identifican como «la» manzana. Hasta ahí todo va bien. Pero según las últimas tendencias del habla de moda, la madre diría: «Coge lo que es la manzana». Y entonces, el chaval, que no ha aprobado en la vida «lo que es» la lengua, pero sí «lo que es» la filosofía, mira a su madre, y le dice que es imposible agarrar con las manos «lo que es» la esencia vital y metafísica de la manzana, pues está dotada, entre otras cualidades, de la intangibilidad (la esencia, no la manzana). En el caso hipotético de que la serpiente le hubiera dicho a Eva «coge lo que es la manzana», quizá otro gallo nos cantaría. En fin, he dicho antes que iba a poner algunos ejemplos, pero creo que con este de «lo que es» la manzana ha quedado claro «lo que es» mi discurso.
Otro tema. La estupidez reinante de la que he hablado antes se ha apoderado poco a poco de múltiples temas que deberían ocuparnos sólo a las personas. Y ahora le ha llegado el tema a los apellidos. Después de la estultez de querer imponer el orden alfabético (descendientes de Alvar Aalto comenzaron a pensar en perpetuar su apellido trasladándose a vivir a España gracias a esa descabellada idea), que se ha retirado, ahora nos vienen a decir que será el funcionario quien decida cuál será el orden, si es que no lo han decidido previamente los padres de la criatura. Yo, que me he pasado toda la vida jugando con los apellidos, ya que, además de mis Santos y de mis Iglesias, que hacen una bonita combinación (aunque puedo imaginarme a algún modernísimo y progresistísimo personaje poniendo un mohín despreciativo y preguntando, entre risitas de graciosillo cobardica de colegio, por la sotana o el incienso), tengo un Bobo, un maravilloso Bobo que, en el orden de apellidos familiares, ha dado combinaciones tan suculentas como Bobo del Barrio, Del Campo Bobo, Del Castillo Bobo, Bobo Pariente, Cabezón Bobo, Calvo Bobo, etcétera, un Bobo que ha llevado a España a las glorias del deporte, un Bobo del que me siento orgulloso, más desde el día en que vi a mi abuela, Bobo de primero, reírse a mandíbula batiente de la tartamudez de un cartero que, al ir a entregarle una carta certificada, farfullaba un surtido de apellidos de parecida sonoridad incapaz de creer que Bobo fuera el suyo, ¡y hasta sugirió Robo! Por favor, señores gobernantes, dejadnos en paz, dejaos de tonterías y ¡hale!, poneos a trabajar de una vez.
Vengo protestón. Será por las nubes de tormenta de primavera que pueblan estos días los cielos de Madrid. Y eso que yo lo que quería era comentar, brevemente, un pensamiento que oí ayer de viva voz a su progenitor. Fijaos:
«El que no tiene discapacidad también tiene retos, como yo» (Mariano Fresnillo).
Esto se lo oí decir ayer a Mariano Fresnillo en la presentación de su libro Lágrimas por ti. Mariano Fresnillo es un hombre más que admirable. Nació con un problema palatal que le dificultaba comer y que le ha dejado una peculiar sonoridad en su habla. Inquieto, curioso, despierto, audaz y divertido como pocos, ayer lo contaba, como la caída que a los ocho años hizo que pensaran que se iba a quedar cojo, como su ceguera a los dieciocho… Y también contó cómo sacó la carrera de periodismo, cómo se puso el mundo por montera e hizo todo lo que se quiso proponer en la vida y más, como escribir un libro o saltar en paracaídas, por ejemplo.
Y ayer, en la presentación de su libro, un libro de los que sobrecoge el alma y fortalece el espíritu, dijo esta frase-cita de los retos. Y tiene más razón que un santo. Todos tenemos retos en la vida. Retos que tenemos, debemos y queremos superar. Porque la vida es eso, superar retos, traspasar fronteras, caminar siempre, avanzar (corriendo, andando o renqueando, como también dijeron ayer, recordando a la beata Madre Teresa de Calcuta), pero avanzar. Y muchas veces pensamos que no podemos con los retos que se nos presentan delante. Y entonces necesitamos que venga gente como Mariano, con su perro lazarillo, su gracejo y su simpatía, y se ponga a caminar delante de nosotros, o nos plante un vídeo mientras desciende en paracaídas por los cielos. Todos tenemos retos. ¡A por ellos!
El cielo se ha poblado de nubes de la misma manera que mi cabeza se puebla de temas (esto lo tengo que comentar, me digo para mis íntimos internos cuando leo los titulares de los periódicos, y luego las encuestas, el paro, los terroristas islámicos muertos y los antihispánicos en las urnas, el paro, las persecuciones por falsos dopajes, las palabras hueras, el paro, y muchos más temas se me quedan en el tintero). El cielo se ha poblado de nubes que amenazan y a veces descargan con virulencia sus tormentas, esas mismas tormentas que me sorprenden año tras año en la Feria del Libro de Madrid, en el Retiro, y que se están adelantando casi un mes. Poblado como las nubes, repito, está mi temario. No quiero entrar en muchos de esos asuntos, que este mi blog no es un blog político ni de opinión (tendré que ocuparme un día de estos en definir qué cosa sea este mi blog, que aún no lo ignoro). Sólo voy a ocuparme hoy de dos pequeñas protestas: una lingüística y otra, sí, al hilo de la estupidez reinante.
He observado últimamente en el lenguaje de muchas personas (de todo tipo: periodistas, gente con dos carreras, gente con idiomas, gente viajada por los cinco continentes, gente con relaciones en las altas esferas institucionales, gente que dirige empresas con mano de hierro) una especie de muletilla, un defecto, que yo, en mi humilde maldad de juntaletras con ínfulas de creador de vocablos ácidos, me atrevería a llamar «pseudoesencialismo», o también «loquesloísmo». Con algunos ejemplos nos enteremos bien. Una madre le dice a su hijo: «Coge una manzana», y está indicando a su hijo que coja, entre un grupo indefinido de manzanas cuya situación ambos, supuestamente, conocen, una, la que él prefiera, o una cualquiera, tomada así, «al azahar». Si le dice: «Coge la manzana», le está diciendo que coja una manzana concreta, aquella que ambos tienen a la vista o de la que han hablado previamente, aquella manzana, y no otra, que ambos identifican como «la» manzana. Hasta ahí todo va bien. Pero según las últimas tendencias del habla de moda, la madre diría: «Coge lo que es la manzana». Y entonces, el chaval, que no ha aprobado en la vida «lo que es» la lengua, pero sí «lo que es» la filosofía, mira a su madre, y le dice que es imposible agarrar con las manos «lo que es» la esencia vital y metafísica de la manzana, pues está dotada, entre otras cualidades, de la intangibilidad (la esencia, no la manzana). En el caso hipotético de que la serpiente le hubiera dicho a Eva «coge lo que es la manzana», quizá otro gallo nos cantaría. En fin, he dicho antes que iba a poner algunos ejemplos, pero creo que con este de «lo que es» la manzana ha quedado claro «lo que es» mi discurso.
Otro tema. La estupidez reinante de la que he hablado antes se ha apoderado poco a poco de múltiples temas que deberían ocuparnos sólo a las personas. Y ahora le ha llegado el tema a los apellidos. Después de la estultez de querer imponer el orden alfabético (descendientes de Alvar Aalto comenzaron a pensar en perpetuar su apellido trasladándose a vivir a España gracias a esa descabellada idea), que se ha retirado, ahora nos vienen a decir que será el funcionario quien decida cuál será el orden, si es que no lo han decidido previamente los padres de la criatura. Yo, que me he pasado toda la vida jugando con los apellidos, ya que, además de mis Santos y de mis Iglesias, que hacen una bonita combinación (aunque puedo imaginarme a algún modernísimo y progresistísimo personaje poniendo un mohín despreciativo y preguntando, entre risitas de graciosillo cobardica de colegio, por la sotana o el incienso), tengo un Bobo, un maravilloso Bobo que, en el orden de apellidos familiares, ha dado combinaciones tan suculentas como Bobo del Barrio, Del Campo Bobo, Del Castillo Bobo, Bobo Pariente, Cabezón Bobo, Calvo Bobo, etcétera, un Bobo que ha llevado a España a las glorias del deporte, un Bobo del que me siento orgulloso, más desde el día en que vi a mi abuela, Bobo de primero, reírse a mandíbula batiente de la tartamudez de un cartero que, al ir a entregarle una carta certificada, farfullaba un surtido de apellidos de parecida sonoridad incapaz de creer que Bobo fuera el suyo, ¡y hasta sugirió Robo! Por favor, señores gobernantes, dejadnos en paz, dejaos de tonterías y ¡hale!, poneos a trabajar de una vez.
Vengo protestón. Será por las nubes de tormenta de primavera que pueblan estos días los cielos de Madrid. Y eso que yo lo que quería era comentar, brevemente, un pensamiento que oí ayer de viva voz a su progenitor. Fijaos:
«El que no tiene discapacidad también tiene retos, como yo» (Mariano Fresnillo).
Esto se lo oí decir ayer a Mariano Fresnillo en la presentación de su libro Lágrimas por ti. Mariano Fresnillo es un hombre más que admirable. Nació con un problema palatal que le dificultaba comer y que le ha dejado una peculiar sonoridad en su habla. Inquieto, curioso, despierto, audaz y divertido como pocos, ayer lo contaba, como la caída que a los ocho años hizo que pensaran que se iba a quedar cojo, como su ceguera a los dieciocho… Y también contó cómo sacó la carrera de periodismo, cómo se puso el mundo por montera e hizo todo lo que se quiso proponer en la vida y más, como escribir un libro o saltar en paracaídas, por ejemplo.
Y ayer, en la presentación de su libro, un libro de los que sobrecoge el alma y fortalece el espíritu, dijo esta frase-cita de los retos. Y tiene más razón que un santo. Todos tenemos retos en la vida. Retos que tenemos, debemos y queremos superar. Porque la vida es eso, superar retos, traspasar fronteras, caminar siempre, avanzar (corriendo, andando o renqueando, como también dijeron ayer, recordando a la beata Madre Teresa de Calcuta), pero avanzar. Y muchas veces pensamos que no podemos con los retos que se nos presentan delante. Y entonces necesitamos que venga gente como Mariano, con su perro lazarillo, su gracejo y su simpatía, y se ponga a caminar delante de nosotros, o nos plante un vídeo mientras desciende en paracaídas por los cielos. Todos tenemos retos. ¡A por ellos!
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