Hola, corazones.
Problemas de blogger ajenos a mí me impidieron acudir a mi cita semanal el viernes. Entro, pues, ahora.
Una semana que empezó de electroencefalograma plano (madrugada, trabajo, casa, sueño y vuelta a empezar) ha ido mejorando poco a poco en actividad cerebral (y no sólo). Esta mañana, mientras venía en el autobús periódico en mano y el sueño renuente a abandonar la plaza que tanto le costó ganar anoche, reflexionaba sobre mi profesión gracias al comentario que ayer me hizo una buena amiga y compañera. Comentando el terremoto de Lorca, me decía que es injusto el tratamiento informativo que se le está dando, como si la situación vivida en Lorca fuera similar o peor incluso que la de Haití. Ha habido muertos, sí, y heridos, daminificados y personas que han perdido su hogar y sus recuerdos, y además están a la vuelta de la esquina, son compatriotas y hablamos el mismo idioma. Pero no es lo mismo.
Y partiendo de esa reflexión de mi amiga, excelente periodista que lleva muchos años en la información religiosa y en la comunicación solidaria, entré en un terreno má amplio, que llevo tiempo rumiando cabizbundo y meditabajo (una manera de meditar muy propia que, precisamente así, definía con humor mi padre). En el periodismo, y también en otros ámbitos, falta autocrítica. Quizá sea debido a que nos falla esta cualidad en lo personal, y pensamos que todo nos vale, que para todo valemos y que valemos mucho.
Falta autocrítica en el periodismo deportivo, con ese simpatiquismo buenrollero que desarrolla, falta autocrítica en el periodismo graciosil, que todo lo considera risible y ridiculizable y nada respetable, falta autocrítica en el periodismo social, que se ha poblado de chándales, tirantas, chancletas y rascamientos púbicos, falta autocrítica, ciertamente, en el periodismo político.
Es al menos mi humilde opinión, fruto de una reflexión que se produce en ese lapso, en mi caso cada vez más largo, que transcurre entre el momento en que suena la alarma del despertador (¿por qué los despertadores son siemper tan alarmistas, si luego no es para tanto?) y la recuperación plenamente consciente de mi ser persona.
Con el periodismo, o con una de las motivaciones de la profesión, está relacionada la frase-cita de hoy, tomada en esta ocasión del envío diario de Proverbia.net, concretamente del domingo pasado:
"Curiosidad: Impulso humano que oscila entre lo grosero y lo sublime. Lleva a escuchar detrás de las puertas o a descubrir América" (José María Eça de Queirós).
La curiosidad oscila entre lo grosero y lo sublime. Si nos lleva a investigar una nueva vacuna contra alguna enfermedad, o a desarrollar nuevos materiales, o a mezclar alimentos con arte, estamos, de hecho, ante algo que puede alcanzar lo sublime. Pero también podemos llegar al burdo y zafio mundo de lo soez y grosero cuando nos empeñamos, escuchando detrás de las puertas o instalando cámaras en dormitorios y aseos, en conocer las costumbres íntimas de amigos, enemigos o meros desconocidos.
Escuchar detrás de las puertas ha permitido a veces descubrir grandes conspiraciones, desbaratar planes contrarios a nuestra paz, poner en su sitio a falsos prohombres patrios. Claro. Por eso antes de hacerlo hay que preguntarse algunas cosas. Qué, a quién, por qué y para qué queremos investigar algo o a alguien detrás de las puertas. Y si la respuesta no es satisfactoria, mejor será que dejemos de mirar por la mirilla con la mano en las partes, porque entonces lo nuestro no es curiosidad, sino cotilleo, no es periodismo, sino morbosidad.
Ser curioso es importante. Dudar, plantearse cosas, querer conocer porqués, paraqués y cómos, es fundamental hasta para la salud. Si no tuviéramos curiosidad, poco a poco (o rápidamente, quién sabe), nos convertiríamos en acelgas cultivadas (más bien poco: la curiosidad nos hace cultivados), en ciudadanos robóticos, en engranajes mecánicos de una cadena de producción. Pero siempre, siempre, tenemos que preguntarnos, antes y después de descubrir algo movidos por nuestra curiosidad, qué, por qué y para qué queremos descubrirlo, qué beneficio real nos va a aportar a nosotros y a nuestro mundo.
No sigo desarrollando estas cuestiones de momento, pero quizá debería planteármelo a otras horas y en otras condiciones menos morfeicas. Os dejo, pero recordad que siempre debemos ser curiosos, pero nunca cotillas. Por experiencia sé que lo primero conduce a buen puerto (o no), pero lo segundo sólo lleva al naufragio.
Problemas de blogger ajenos a mí me impidieron acudir a mi cita semanal el viernes. Entro, pues, ahora.
Una semana que empezó de electroencefalograma plano (madrugada, trabajo, casa, sueño y vuelta a empezar) ha ido mejorando poco a poco en actividad cerebral (y no sólo). Esta mañana, mientras venía en el autobús periódico en mano y el sueño renuente a abandonar la plaza que tanto le costó ganar anoche, reflexionaba sobre mi profesión gracias al comentario que ayer me hizo una buena amiga y compañera. Comentando el terremoto de Lorca, me decía que es injusto el tratamiento informativo que se le está dando, como si la situación vivida en Lorca fuera similar o peor incluso que la de Haití. Ha habido muertos, sí, y heridos, daminificados y personas que han perdido su hogar y sus recuerdos, y además están a la vuelta de la esquina, son compatriotas y hablamos el mismo idioma. Pero no es lo mismo.
Y partiendo de esa reflexión de mi amiga, excelente periodista que lleva muchos años en la información religiosa y en la comunicación solidaria, entré en un terreno má amplio, que llevo tiempo rumiando cabizbundo y meditabajo (una manera de meditar muy propia que, precisamente así, definía con humor mi padre). En el periodismo, y también en otros ámbitos, falta autocrítica. Quizá sea debido a que nos falla esta cualidad en lo personal, y pensamos que todo nos vale, que para todo valemos y que valemos mucho.
Falta autocrítica en el periodismo deportivo, con ese simpatiquismo buenrollero que desarrolla, falta autocrítica en el periodismo graciosil, que todo lo considera risible y ridiculizable y nada respetable, falta autocrítica en el periodismo social, que se ha poblado de chándales, tirantas, chancletas y rascamientos púbicos, falta autocrítica, ciertamente, en el periodismo político.
Es al menos mi humilde opinión, fruto de una reflexión que se produce en ese lapso, en mi caso cada vez más largo, que transcurre entre el momento en que suena la alarma del despertador (¿por qué los despertadores son siemper tan alarmistas, si luego no es para tanto?) y la recuperación plenamente consciente de mi ser persona.
Con el periodismo, o con una de las motivaciones de la profesión, está relacionada la frase-cita de hoy, tomada en esta ocasión del envío diario de Proverbia.net, concretamente del domingo pasado:
"Curiosidad: Impulso humano que oscila entre lo grosero y lo sublime. Lleva a escuchar detrás de las puertas o a descubrir América" (José María Eça de Queirós).
La curiosidad oscila entre lo grosero y lo sublime. Si nos lleva a investigar una nueva vacuna contra alguna enfermedad, o a desarrollar nuevos materiales, o a mezclar alimentos con arte, estamos, de hecho, ante algo que puede alcanzar lo sublime. Pero también podemos llegar al burdo y zafio mundo de lo soez y grosero cuando nos empeñamos, escuchando detrás de las puertas o instalando cámaras en dormitorios y aseos, en conocer las costumbres íntimas de amigos, enemigos o meros desconocidos.
Escuchar detrás de las puertas ha permitido a veces descubrir grandes conspiraciones, desbaratar planes contrarios a nuestra paz, poner en su sitio a falsos prohombres patrios. Claro. Por eso antes de hacerlo hay que preguntarse algunas cosas. Qué, a quién, por qué y para qué queremos investigar algo o a alguien detrás de las puertas. Y si la respuesta no es satisfactoria, mejor será que dejemos de mirar por la mirilla con la mano en las partes, porque entonces lo nuestro no es curiosidad, sino cotilleo, no es periodismo, sino morbosidad.
Ser curioso es importante. Dudar, plantearse cosas, querer conocer porqués, paraqués y cómos, es fundamental hasta para la salud. Si no tuviéramos curiosidad, poco a poco (o rápidamente, quién sabe), nos convertiríamos en acelgas cultivadas (más bien poco: la curiosidad nos hace cultivados), en ciudadanos robóticos, en engranajes mecánicos de una cadena de producción. Pero siempre, siempre, tenemos que preguntarnos, antes y después de descubrir algo movidos por nuestra curiosidad, qué, por qué y para qué queremos descubrirlo, qué beneficio real nos va a aportar a nosotros y a nuestro mundo.
No sigo desarrollando estas cuestiones de momento, pero quizá debería planteármelo a otras horas y en otras condiciones menos morfeicas. Os dejo, pero recordad que siempre debemos ser curiosos, pero nunca cotillas. Por experiencia sé que lo primero conduce a buen puerto (o no), pero lo segundo sólo lleva al naufragio.
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