Hola, corazones.
Casi todos los días me viene a la cabeza por la mañana alguna música, que canturreo o tarareo hasta que entro en faena o me meto en vereda. Ya puede ser gregoriano o pop ochentero, un standard americano, una copla o una canción de autor, incluso ópera, pero el caso es que siempre me canto algo. Y hoy le ha tocado a esa canción que cuenta la historia de tres hermanos que salen, de uno en uno, «por la vereda a descubrir y a fundar, y para nunca equivocarse o errar» cada uno de ellos toma una determinación: mirar al suelo, mirar al horizonte o poner los ojos en ambos lugares a la vez. Los dos primeros caen, ya no recuerdo demasiado bien cómo (quizá golpeado uno por una rama que no vio, lastimado el otro en el pie por una piedra con la que tropezó), y el tercero quedó bizco.
Y me pregunto si no me estará pasando eso. Cuando salgo de casa, por las mañanas, tengo que mirar al suelo, o al horizonte más cercano e inmediato, ya que corro el riesgo de tropezar con un bolardo (se puede calcular el número de alcaldes que ha tenido Madrid a lo largo de la historia contando el número de bolardos distintos que tiene el barrio en el que vivo), o de ser expulsado de las amplias aceras por un cubo de basura (se diría que algunos de ellos son más grandes que los minipisos que albergan los portales de la zona) o un montoncito de escombro o residuo abandonado a su suerte por un amable vecino indignado con el servicio de recogida de basuras del Ayuntamiento.
Llegado al autobús, y cómodamente sentado, mis ojos se detienen en las páginas del periódico. Pero, una vez desembarcado y hecha la rutina del cupón (hola, buenos días, dame el de hoy, ¿qué tal la mañana?, a ver si alguna vez nos toca algo más que el reintegro, bueno, que tengas buen día, hasta mañana), mis ojos miran atemorizados hacia arriba, temeroso de acabar en una nada deseable ducha matutina de guano colombófilo. En efecto, la calle en la que mi empresa tiene su sede ha sido tomada (y me consta que no es la única de Madrid) por una horda de palomas grises, de cuerpo estrecho y más afilado que las tradicionales ratas con alas de toda la vida, que tienen una capacidad excretora quinientas o seiscientas veces mayor que sus primas. Tan es así que uno va por la calle y puede oír con toda claridad un fuerte y sonoro «plás» que identificaría más con una persona caída al suelo que con la cagadita de uno de estos supuestos simbolitos de la paz. Así que, hasta que traspaso la verja de la empresa y me siento seguro (la, lalala, lala), miro avizor las ramas de los árboles, las cornisas, los cables de luz, telefonía, telégrafos y tendederos (anda que no hay cables surcando los cielos de Madrid), ya que no quiero entrar a trabajar camuflado como un i-guano.
Lo del bizco de la canción lo dejamos para otro día, que también hay muchas cosas que veo por la calle que me dejan bizco. Y más en verano, que hay más carne a la vista y más desparpajo y desinhibición u osadía en el ambiente.
Pero ahora vamos con la frase-cita, que me pilla el reloj, y cuando me doy cuenta de que ya no tengo tiempo me da una rabia…
«A veces tenemos que perder las cosas para entender la importancia que tienen» (Susanna Tamaro).
Qué graciosilla viene la Susi. ¿Pues no acabo de decir que me da rabia cuando pierdo el tiempo, y me viene ella diciendo que para darme cuenta de la importancia que tiene el tiempo a veces hay que perderlo? Bueno, ella se refiere a las cosas. Eso parece.
A veces tenemos que perder el dinero para entender la importancia que tiene. Por ejemplo. Pero no es necesario perderlo, sólo con no tener la cantidad de dinero suficiente para conseguir lo que queremos, desde una casa hasta una ca[mi]sa.
A veces tenemos que perder un libro para entender la importancia que tiene. Sobre todo si es el manual de la asignatura de la que te examinas dentro de dos días…
A veces tenemos que perder la casa para entender la importancia que tiene. No quiero bromas con esto, que no es una broma. No he perdido la casa, pero sí perdí una vez la seguridad dentro de ella, sí la ilusión de tenerla, de vivirla, de hacerla prosperar…, y sé la importancia que tiene.
A ver si es que la Susi no se está refiriendo sólo a las cosas, o al menos a las cosas que cuentan con una tangibilidad material (que me vengan a decir que no existe la tangibilidad inmaterial, que los besos también existen).
A veces tenemos que perder el amor para entender la importancia que tiene. Triste dolor ese, darse cuenta de que contaba con el amor de alguien y que lo ha perdido. A veces tenemos que perder un padre para entender la importancia que tiene. Lo malo es que no tenemos otro padre, ni otra madre. A veces tenemos que perder la esperanza para entender la importancia que tiene. Pero, ¡no se puede vivir sin esperanza!
Susi tiene razón, pero démonos cuenta pronto de que dice «a veces», no «siempre». No juguemos, pues, a perderlo todo para entender su importancia. Aprendamos a reconocer la importancia de las «cosas» (el amor, la familia, los besos, la risa, la esperanza, la alegría, la sencillez, la humildad, la gratitud, la serenidad, la fe, la ilusión, la palabra, el derecho, la justicia, la inocencia…) cuando las tenemos, no esperemos a perderlas.
Y si las perdemos, será mejor que no nos crucemos de brazos, dejemos de escribir bobadas y nos pongamos manos a la obra para recuperarlas.
Casi todos los días me viene a la cabeza por la mañana alguna música, que canturreo o tarareo hasta que entro en faena o me meto en vereda. Ya puede ser gregoriano o pop ochentero, un standard americano, una copla o una canción de autor, incluso ópera, pero el caso es que siempre me canto algo. Y hoy le ha tocado a esa canción que cuenta la historia de tres hermanos que salen, de uno en uno, «por la vereda a descubrir y a fundar, y para nunca equivocarse o errar» cada uno de ellos toma una determinación: mirar al suelo, mirar al horizonte o poner los ojos en ambos lugares a la vez. Los dos primeros caen, ya no recuerdo demasiado bien cómo (quizá golpeado uno por una rama que no vio, lastimado el otro en el pie por una piedra con la que tropezó), y el tercero quedó bizco.
Y me pregunto si no me estará pasando eso. Cuando salgo de casa, por las mañanas, tengo que mirar al suelo, o al horizonte más cercano e inmediato, ya que corro el riesgo de tropezar con un bolardo (se puede calcular el número de alcaldes que ha tenido Madrid a lo largo de la historia contando el número de bolardos distintos que tiene el barrio en el que vivo), o de ser expulsado de las amplias aceras por un cubo de basura (se diría que algunos de ellos son más grandes que los minipisos que albergan los portales de la zona) o un montoncito de escombro o residuo abandonado a su suerte por un amable vecino indignado con el servicio de recogida de basuras del Ayuntamiento.
Llegado al autobús, y cómodamente sentado, mis ojos se detienen en las páginas del periódico. Pero, una vez desembarcado y hecha la rutina del cupón (hola, buenos días, dame el de hoy, ¿qué tal la mañana?, a ver si alguna vez nos toca algo más que el reintegro, bueno, que tengas buen día, hasta mañana), mis ojos miran atemorizados hacia arriba, temeroso de acabar en una nada deseable ducha matutina de guano colombófilo. En efecto, la calle en la que mi empresa tiene su sede ha sido tomada (y me consta que no es la única de Madrid) por una horda de palomas grises, de cuerpo estrecho y más afilado que las tradicionales ratas con alas de toda la vida, que tienen una capacidad excretora quinientas o seiscientas veces mayor que sus primas. Tan es así que uno va por la calle y puede oír con toda claridad un fuerte y sonoro «plás» que identificaría más con una persona caída al suelo que con la cagadita de uno de estos supuestos simbolitos de la paz. Así que, hasta que traspaso la verja de la empresa y me siento seguro (la, lalala, lala), miro avizor las ramas de los árboles, las cornisas, los cables de luz, telefonía, telégrafos y tendederos (anda que no hay cables surcando los cielos de Madrid), ya que no quiero entrar a trabajar camuflado como un i-guano.
Lo del bizco de la canción lo dejamos para otro día, que también hay muchas cosas que veo por la calle que me dejan bizco. Y más en verano, que hay más carne a la vista y más desparpajo y desinhibición u osadía en el ambiente.
Pero ahora vamos con la frase-cita, que me pilla el reloj, y cuando me doy cuenta de que ya no tengo tiempo me da una rabia…
«A veces tenemos que perder las cosas para entender la importancia que tienen» (Susanna Tamaro).
Qué graciosilla viene la Susi. ¿Pues no acabo de decir que me da rabia cuando pierdo el tiempo, y me viene ella diciendo que para darme cuenta de la importancia que tiene el tiempo a veces hay que perderlo? Bueno, ella se refiere a las cosas. Eso parece.
A veces tenemos que perder el dinero para entender la importancia que tiene. Por ejemplo. Pero no es necesario perderlo, sólo con no tener la cantidad de dinero suficiente para conseguir lo que queremos, desde una casa hasta una ca[mi]sa.
A veces tenemos que perder un libro para entender la importancia que tiene. Sobre todo si es el manual de la asignatura de la que te examinas dentro de dos días…
A veces tenemos que perder la casa para entender la importancia que tiene. No quiero bromas con esto, que no es una broma. No he perdido la casa, pero sí perdí una vez la seguridad dentro de ella, sí la ilusión de tenerla, de vivirla, de hacerla prosperar…, y sé la importancia que tiene.
A ver si es que la Susi no se está refiriendo sólo a las cosas, o al menos a las cosas que cuentan con una tangibilidad material (que me vengan a decir que no existe la tangibilidad inmaterial, que los besos también existen).
A veces tenemos que perder el amor para entender la importancia que tiene. Triste dolor ese, darse cuenta de que contaba con el amor de alguien y que lo ha perdido. A veces tenemos que perder un padre para entender la importancia que tiene. Lo malo es que no tenemos otro padre, ni otra madre. A veces tenemos que perder la esperanza para entender la importancia que tiene. Pero, ¡no se puede vivir sin esperanza!
Susi tiene razón, pero démonos cuenta pronto de que dice «a veces», no «siempre». No juguemos, pues, a perderlo todo para entender su importancia. Aprendamos a reconocer la importancia de las «cosas» (el amor, la familia, los besos, la risa, la esperanza, la alegría, la sencillez, la humildad, la gratitud, la serenidad, la fe, la ilusión, la palabra, el derecho, la justicia, la inocencia…) cuando las tenemos, no esperemos a perderlas.
Y si las perdemos, será mejor que no nos crucemos de brazos, dejemos de escribir bobadas y nos pongamos manos a la obra para recuperarlas.
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